IV
No hay remedio posible para la indiferencia del hombre. Ese concepto, que tanto me asustaba, se hacía presa de mí y me ataba, me sojuzgaba en un pacto informe. No sólo era ya producto de una crisis, sino que además la alimentaba con elementos de mi propio hastío. Si hay un peligro mayor para el ser humano es la desconfianza en sí mismo, y eso formaba ahora la parte oxidada de mi existencia. No había salida razonable de este engaño, ni una dosis calculada de sonrisas era capaz de aplastar por completo esta vida vacía. Si me inventaba cien y una formas de explicar mi ansiedad ante mí y en voz baja casi imperceptible, por otra parte me resultaba problema enorme el exponerla ante mis amigos. No encontraba soluciones ni imaginaba caminos de salvación; hasta eso lo consideraba ya como lo más anodino e insustancial. Pasaba las horas observando, instigando en todo lo exterior como si allí se encontrara la vacuna contra mi mal. Días enteros vagando solo por las calles, sin ninguna ambición satisfactoria, sin ningún anhelo de felicidad. Era un ente corrupto y disminuido, falto de energía y plasticidad, sustentado entre invisibles filamentos de actividad. Ante el mundo, era un muerto; ante mí, un caos, un extraño. Pasaba por ser alguien con cierto estilo, rechazando todo lo arbitrario, todo lo que, por un impulso dado, obtenía una respuesta exacta. Estaba furioso con ese rutinario mecanismo hacia el cual el espectro del mundo me lanzaba, odiaba tener algún día la madurez de los demás hombres. Era un niño completamente maduro, al que de un solo golpe querían quitarle toda su juventud y convertirlo en un número encajable en una lista. A cada paso deseaba quedarme muerto y dejar como testamento a mis amigos toda mi confusión plasmada en papel. Pero era incapaz de prever mi suicidio; quería dejar de existir, pero sin que yo hiciera nada por aligerarlo.
Ahora, tumbado en la hierba, me parece todo muy lejano, con la sólida sensación de que todo pasó hace un año, cuando hasta pocos minutos antes tenía una mente agonizante. Reclinado aquí, la vida se parece a una fruta amarga, y no sólo la mía, sino que creo ver lo mismo en todos los demás. Sin esperar algún suceso trascendental que fuera la fórmula de salir del abismo, sin hablar ni lo necesario y callando así el fuego interno. Sólo imaginar la salida inmediata, la que ningún desgate mental puede provocar, la que satisface por momentos.
El reposo, al igual que Dios, es perceptible pero no fiable. Por los sentidos nos figuramos que conocemos ciertos objetos que permanecen en completa quietud, pero no podemos fiarnos de ellos, porque vivimos, jugamos y alucinamos. Este tránsito vivaz nos prefigura el fluir móvil y juguetón de todo lo que aparenta estar inerte, ya que si somos nosotros y no otros los que juzgamos los hechos, éstos deben ser activos, inaccesibles para ellos mismos, inconstantes, inquietos, aún si sólo fuera por aparentar el movimiento del hombre. Dios, ó el Todo lo tenemos como ejemplo de valoración interna, regido por el corazón, espiado por el cerebro, cegado por la vista, guiado por la necesidad. Podemos atribuirle cualidades y modos, intemporalidad y perfección, pero sólo porque está escrito que llegaremos a confundirnos con eso. Dios existe en potencia en cada uno, y su coeficiente aumenta en cada generación, en cada siglo, en cada descubrimiento; si existiera ya debiera ser tan simple como nosotros. ¿Cómo podemos acotar lo que nos afirman de un dios imaginado cuando ni siquiera podemos asegurar el hecho de ser, cuando no hay seguridad absoluta de que existimos?
V
Cierto día me pasaron una bandeja con distintos tipos de desesperación, apetitosos informes de amigos sin esperanza, buenos a la vista, incitando su captura resuelta, todos con un toque personal. Uno de ellos soportaba una inmensa guinda, casi tapando todo lo demás: así quería demostrar cuál era su tipo de depresión. Fui examinándolos todos, pero me fijé expresamente en uno; era como un pastel gris y sencillo, sin ningún atractivo aparente, sin ningún adorno expuesto en su superficie que incitara a paladearlo. Parecía estar allí medio olvidado, con manchas diversas y numerosas de otros compañeros ya liberados, sin marcar un sitio importante en todo el espacio posible, sin aparentar otra cosa que su sinceridad y transparencia, su tranquilidad y cordura manifiesta ante otros más pegajosos y exquisitos. Sin importarle si su minimalismo daba un toque feo al cuadro general. Sólo absorto en sí mismo, preguntando y resolviendo sus por qué. Callado y ausente en su propia maravilla de conocer nada y dudar de todo, de cantar a la gente por permitirle por permitirle apreciar y enjuiciar todo lo que se siente. Esperando quieto, reposando del largo momento que ha iniciado con los pasos contados. Sobrecogiéndose ante su búsqueda infructuosa de lo que es posible conocer, sabiendo que ningún acto es el último, que ninguna palabra es la primera. Que entre sus amigos no hay escalas de menor a mayor satisfacción y admiración, seguro de no estar por delante ni por detrás de ninguno. Sintiendo la preocupación de ser orgulloso, de hacer lo que debe hacer, de pensar lo necesario, de estar en el sitio idóneo. Con el temor de un presente menos duradero que el anterior, de un futuro más nefasto que el pasado, con ambiciones de poca probabilidad y la utopía de querer volver a la niñez.
Si me fijé en él más que en ningún otro no fue por un sentimiento de lástima, ni por una curiosidad caprichosa, ni por un impulso de superioridad que me llevara a degustar el manjar más extraño. Era como si una cadena atara repentinamente los dos cuerpos sin saber ninguno la causa de tal ligazón. Como si hubiéramos nacido juntos, y la historia de uno evocara necesariamente la del otro. Pero, como en toda cadena, siempre hay eslabones que separan y diferencian un elemento de otro, siempre hay un bloque macizo que no deja ver el otro lado, sólo suponer y plantearse como posible lo que en uno es irremediable.
Y su presentación ante mí no forzaba una diferencia de rango, ni una evasión, ni siquiera el atisbo de que eso pueda ser cierto. No obstante, entre dos personas no puede existir ni una identidad ni una oposición absoluta, ni un punto intermedio entre uno y otro. Sólo hay una característica esencial: lo distinto, lo semejante, y no está en nuestras manos establecer clases, simplemente porque no existen.
Del mismo modo, no tomaré de él como si fuera un destino a elegir, por más claro que me lo presenten, sino que, como alternativa contradictoria, me adentraré más en su forma para ver más cerca mi profundidad, me introduciré más en su carácter para, a fin de cuentas, saborear más gustosamente mi propia personalidad. Si aquellas primeras opiniones son equivocadas, jamás conoceré estas últimas, ese muro se tornará fortaleza, la cadena, escudo; el hombre, insaciable; el hombre, perdedor; el hombre, fugitivo.
Para Alfonso, un día, en un pequeño parque.
VI
El dios ese, aquel que vivía allá lejos en la nada, sumido imperturbable en su amplia conciencia, me observaba cada mañana cuando yo abría los ojos. Esperaba que mis reacciones y pesadillas matutinas fueran las habituales de cada día para acecharme sin piedad, preso de un oscuro egoísmo; su arma favorita era la de desaparecer y esfumarse como un gas, antes de que yo empezara a tomar conciencia de ello. Pasé unos días muy amargos con él. No podía verle ni tocarle, ya lo sabía y no lo intentaba. Ni me odiaba ni me hablaba acerca del envenenamiento lento que me estaba profiriendo, era él la causa de toda mi angustia y frustración, de mi delirio y de mi locura, cuando ni siquiera le vi ni palpé, ni estuve seguro jamás de su real existencia. Pero le despreciaba, de la misma forma que me producía repulsa ó indiferencia un ser cualquiera de la tierra que no conociera. Me incitaba, sin embargo, a que pensara en todo en su justa medida y que no me sobresaltara ante nada ni nadie; que caminara ocioso, que vagara por calles desiertas, que dejara mi embriaguez en estúpidas losetas. Me insultaba a cada momento por cada paso dado, corrigiéndome inmediatamente por no haber dado tal otro, casi le tomé vicio a la incógnita grave de sus morbosos planes. ¡Cuánto me refregó aplastándome contra el aire espeso! ¡Que sutiles amenazas caían sobre mi inocente velo! ¡Como se resecaba el botín de hipocresías conseguidas años antes! ¡Cuanta hambre y sed pasé teniendo todos los manjares y bebidas a mi alcance!
Supuse que él tenía un borrador en la mano, como el que utilizan en las escuelas para destruir grafismos inútiles. Su empuñadura de nervios de raíz, su parte destructora de negro algodón. Era un artefacto de proporciones fantásticas e intangibles, casi suspendido en un éter opaco, hubiera supuesto cosa de brujas. Pero no, ahí estaría él y su inmenso y difuso aniquilador, desfigurando lo existente. No veía su cuerpo, ni mi diminuta mente obtenía información adicional que esclareciera su esencia. Me resultaba tan inasequible describir mi imagen de él como explicarle a un ciego las tonalidades del color.
De repente, desaparece la imagen, ignorando cuando aparecerá de nuevo. Este juego suyo no me permite captarlo, ni traducir la idea al pensamiento, me siento atenazado. Pero su mano no podrá servirle para empuñar la balanza, ni sopesar la validez de lo extinguido; esa mano tendida no puede existir, sólo es un alargamiento provisional de un supuesto ser multidimensional, caído a tierra, ahí mismo, cerca de mí. Esta negación no puede ser tomada en mi contra, a la hora de registrar mis logros, después de atender a especulaciones de carácter banal.
Quizá todo responde a un objetivo más puro, más propio de un dios, una grandeza desinteresada. Al igual que su lisa y extensa materia, también nos propaga esa energía capaz de formar cuerpos útiles, energía constante, que nunca desaparece, una fuerza sutil de la que tomamos una parte, y a la que cada uno aportamos nuestra ración. Es la misma que se confunde con su ser, sin espacio, porque no lo necesita; sin tiempo, porque es él mismo; la misma que se identifica con ese otro ser oscuro y sombrío, que también forma parte de nosotros. Esta mente mía es mi dios, y la de cada uno; él recoge una parte y cada uno aporta su ser, todos con la misma y exacta superficie, como un rompecabezas que se ajusta para formar un todo que nos es ajeno. Aquello que tememos y obedecemos de forma tan demencial, no es sino un alargamiento de nosotros mismos, una visualización invisible de la idea general que de entre todos puede sintetizarse. No es nada superior, ni existe fuera de la mente humana, es un gran cable que corre airoso, sin dejar pasar a un solo ser, transmitiéndose a todo lo que tiene vida y acabar en aquello que parece inerte, surcando luego todos los espacios, sin concepción posible de estratos, dimensiones o tiempos por los que regirse, para ya no poder dejar de ser.
Es un dios astuto, del que nos servimos para hacer y desear todo, acaso seguía apenas inmóvil, en actitud no forzada de disolución. Con él, intentamos hacer desaparecer el pasado, y que la fuerza malgastada no deje marcas en el porvenir ya iniciado. Así, borrar cada día lo que sucede supone sumar un día más, nos ordena que por cada minuto que vivamos ahora en su extensión posible tendremos otro en cualquier punto del futuro que haga posible su repetición. Y desintegrar en polvo toda la fatalidad del pasado contribuye a que no se presente de nuevo y que nos desintegremos en su recuerdo y que nos lancemos, por esa añoranza, a caminos semejantes de forma mecánica. Tampoco será conveniente que nos enzarcemos eternamente en actitudes caprichosas y a la defensiva, tratando de evitar una situación desagradable, ya que no podremos abarcarlas todas, por falta de tiempo y consistencia, ni dedicarnos enteramente a ello, pero esta lección obliga a admitir que es el presente el que debemos modelar y sustentar con acciones efectivas. Puede que sea el mejor método para no distanciarnos de nuestra conciencia y mantenernos firmes por un camino seguro.
Primero, debería analizar la depravación que ya se está cometiendo, pero, antes, analizar la realidad de ese presente, ¿ es que podemos definirlo? Siendo el tiempo una medida, a veces eficaz, para ir midiendo nuestros pasos continuamente o a intervalos, me resulta imposible definir la sucesión de hechos. Al menos mi cerebro no está agilizado aún para ese proceso, puesto que más pudiera ocurrir que viviéramos en un continuo futuro. Lo que ya se nos escapó, aunque recordado, ya no existe; el presente se derrumba completamente al no poderlo atrapar, sólo lo utilizamos porque nos es imprescindible para sentirnos vivos.
Y, ¿qué es el tiempo? Por ejemplo, lee estas líneas, escritas hace algún “tiempo”, memorízalas, analiza todas sus pasiones y sentimientos, todas sus vaguedades e ilusiones, son verdades tal como fueron creídas en ese momento. Escrútalas, no dejes pasar detalle, saca conclusiones y esquemas, algo que no llene de dudas. Ahora toma estas otras, ya corregidas, atácalas con el mismo tesón, sin obviar nada, sin tiempo que aleje o acerque, que una, destruya ó deje impasible. ¿La primera era el pasado de la segunda y ésta su futuro? Puede que no, si una no hubiera estado en potencia en la otra, jamás hubieran salido a la luz, su idea es simultánea, fueron concebidas por igual. Ahora, el tiempo es falso, es sólo una ilusión, todo estaba concentrado en un mismo momento, ¡en un aspecto de Dios!
¡Tantas dimensiones en un mismo mundo y no se nos permite que salgamos de ellas! Las dimensiones inestables de nuestro yo, debatido continuamente, criticado severamente por toda clase de personalidades internas. Tan gran número de opciones nos aminoran y envilecen, como si en vez de sustentarnos en ellas, nos hicieran sentirnos indefensos. Así, en este infinito de posibilidades, no hay certeza, no hay tiempo, no hay verdad. Ese “dios” sólo me hace estar inseguro.
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