RIMA LXVI
¿De dónde
vengo?... El más horrible y áspero
de los senderos
busca;
las huellas de
unos pies ensangrentados
sobre la roca
dura;
los despojos de un
alma hecha jirones
en las zarzas
agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi
cuna.
¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos
cruza,
valle de eternas
nieves y de eternas
melancólicas
brumas;
en donde esté una
piedra solitaria
sin inscripción
alguna,
donde habite el
olvido,
allí estará mi
tumba.
RIMA LXI
Al ver mis horas
de fiebre
e insomnio lentas
pasar,
a la orilla de mi
lecho,
¿quién se sentará?
Cuando la trémula
mano
tienda, próximo a
expirar,
buscando una mano
amiga,
¿quién la estrechará?
Cuando la muerte
vidríe
de mis ojos el
cristal,
mis párpados aún
abiertos,
¿quién los cerrará?
Cuando la campana
suene
(si suena en mi
funeral)
una oración, al
oírla,
¿quién murmurará?
Cuando mis pálidos
restos
oprima la tierra
ya,
sobre la olvidada
fosa,
¿quién vendrá a llorar?
¿Quién en fin, al
otro día,
cuando el sol vuelva
a brillar,
de que pasé por el
mundo
quién se acordará?
RIMA LXXV
¿Será verdad que,
cuando toca el sueño,
con sus dedos de
rosa, nuestros ojos,
de la cárcel que
habita huye el espíritu
en vuelo
presuroso?
¿Será verdad que,
huésped de las nieblas,
de la brisa
nocturna al tenue soplo,
alado sube a la
región vacía
a encontrarse con
otros?
¿Y allí desnudo de
la humana forma,
allí los lazos
terrenales rotos,
breves horas
habita de la idea
el mundo
silencioso?
¿Y ríe y llora y
aborrece y ama
y guarda un rastro
del dolor y el gozo,
semejante al que
deja cuando cruza
el cielo un
meteoro?.
¡Yo no sé si ese
mundo de visiones
vive fuera o va
dentro de nosotros.
Pero sé que
conozco a muchas gentes
a quienes no
conozco!
En Sevilla, y en
mitad del camino que se dirige al convento de San Jerónimo desde la puerta de
la Macarena, hay
entre otros ventorrillos célebres uno que, por el lugar en que está colocado y
las circunstancias
especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más
neto y característico de
todos los ventorrillos andaluces.
Figuraos una
casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas rojizas las
unas, verdinegras las
otras, y entre las cuales crecen un sinfín de jaramagos y matas de reseda. Un cobertizo de
madera baña en sombra el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de
ladrillo y argamasa. Empotradas en el muro que rompen varios ventanillos abiertos a capricho para dar luz al interior, y de
los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en forma cuadrangular,
aquél imitando un ajimez
o una claraboya, se ven de trecho en trecho algunas estacas y anillas de hierro que sirven para
atar las caballerías. Una parra añosísima, que retuerce sus negruzcos troncos por entre la armazón
de maderos que la sostienen, vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y anchas, cubre como un
dosel al estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de
sillas de anea desvencijadas
y hasta seis o siete mesas cojas y hechas de tablas mal unidas.
Por uno de los
costados de la casa sube una madreselva, agarrándose a las grietas de las
paredes, hasta llegar al
tejado, de cuyo alero penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando flotantes
pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo, señalando los
límites de un pequeño jardín
que parece una canastilla de juncos rebosando de flores. Las copas de dos corpulentos
árboles que se levantan a espaldas del ventorrillo forman el fondo oscuro sobre
el cual se destacan sus
blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas,
llenos de pitas y
zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del agua, y el Guadalquivir que
se aleja arrastrando con
lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes hasta llegar
al pie del antiguo
convento de San Jerónimo, el cual se asoma por cima de los espesos olivares que
lo rodean y dibuja
por oscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul y transparente.
Imaginaos este
paisaje animado por una multitud de figuras de hombres, mujeres, chiquillos y animales, formando
grupos a cual más pintorescos y característicos; aquí el ventero, rechoncho y coloradote, sentado
al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un cigarrillo y con
el papel en la boca; allí, un regatón de la Macarena que canta entornando los ojos y acompañándose con
una guitarrilla mientras otros le llevan el compás con las palmas o golpeando las mesas con los
vasos; más allá, una turba de muchachas, con sus pañuelos de espumilla de mil colores y toda una
maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y
hablan a voces en tanto
que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles, y los mozos del ventorrillo que
van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas, y las bandas de
gentes del pueblo que
hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al pasar a una buena
moza, un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral, un perro que ladra
a los chiquillos que le hostigan con palos y piedras, el aceite que hierve y
salta en la sartén donde
fríen el pescado, el chascar de los látigos de los caleseros que llegan
levantando una nube de polvo,
ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de
guitarras y golpes en las mesas, y palmadas y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores extraños y discordes que
forman una alegre algarabía imposible de describir. Figuraos todo esto en una tarde templada y
serena, en la tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son
siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la
primera vez que, guiado por su
fama, fui a visitar aquel célebre ventorrillo…
(Detalle abanico pintado por mi tío Enrique Lora)
G.A. Bécquer - Rimas y Leyendas
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