martes, 29 de enero de 2013

Greguerías con trascendencia (Gómez de la Serna)





De pronto no sentí el peso de la pluma en la mano. Es que Dios no quería que escribiese lo que iba a escribir.

El escritor tiene que estar muy respetado en su acción de escribir, pues tiene que estar lejano a la monstruosa realidad. Cortarle el pensamiento, tener que oír “hablar de lo mismo”, es nefasto para él. Tiene que tener la ausencia de lo cotidiano, la posibilidad del pensamiento en blanco.
No hacer caso de los mismos admiradores que quieren ambiguarnos, llegar a una promiscuidad de visita con dialogaciones maliciosas con nuestra musa, lograr lo implazable, lo que tenga carácter verdadero de aparición…

Si no podéis vivir bajo ningún cálculo, no tenéis más remedio que estar siempre haciendo cálculos para ver cómo vais a poder vivir. Este pensamiento constante ha llegado a eliminar la existencia.
El que cómodamente se toma la libertad de no pensar, cada vez tiene menos pensamientos. No solo es que no se llena de pensamiento, sino que se vacía en una proporción de dos de pérdida por uno de no avanzar.

Yo no me meto en la vida de mis sueños, y me parece que los sueños del dormir los tiene otro que no soy yo, un resentido o un iluso que vive parasitario de mí, que, como no le hago ningún caso, aparece a veces en los sueños.
Los sueños, en una palabra, no son míos, son de un ansioso vulgar o de un enemigo –la parte enemiga de uno mismo que se aglomera en un rincón nuestro-, pero no hago ningún caso a sus insinuaciones y a sus calumnias. Me levanto, me despierto y lo abandono a él; que siga durmiendo y soñando por su cuenta.



Muerte. El muerto, durante el velatorio, sueña todo lo que le va a pasar a los suyos hasta que se extingan. Es el gran sueño que le compensa de la desaparición. No atiende a lo que sucede, no tiene relación con ello, no es sensible ya a nada, pero aparece el sueño último. Ve a su mujer en rápida y completa historia de lo que va a hacer y que conoce el destino mejor que ella, y, sobre todo, lo consolador para el muerto es que asiste a su muerte, sabe perfectamente cómo va a morir y en qué corto o largo plazo.
Lo mismo le sucede con sus hijos. Asiste a todo su historial y ve como se igualan a él en la muerte que presencia.
Así, igualado con todos, por saber cómo va a ser su muerte y a qué hora, descansa definitivamente.
Todo el que no esté muriéndose no alcanza la explicación del mundo.

¿Vives? –Sí. ¿Mueres? –Sí. ¿Entonces? –Vivo y muero al mismo tiempo. Eso es el vivir.

No dais importancia a los pasos de los seres, y tienen la importancia de lo que desaparecerá, de lo que habiendo sido tan evidente, un día no tendrá ninguna evidencia… Oíd con atención y respeto los pasos.
Un cuadro de flores puede ser eterno, pero las flores frescas revelan el tiempo que estamos viviendo, el tiempo que vive y muere, ¡apasionado por eso!

Tenían una vida que vivir. No como ahora, que no se tiene ninguna vida que vivir, y la que se tiene nos la pueden quitar los demás de un momento a otro.
La vida acaba deshilándose, sintiéndose el hilo que se deslía en el corazón y que ya está en los últimos metros y oscila y se desenrrolla de pronto muy de prisa, y otras veces se aquieta como si no diese más de sí.

Si entráis en la máquina de bestialidad del mundo, todas las ruedas os reconocerán, estaréis bien acoplados y quizá os toque algo de las sobras residuales de la gran máquina.
El único sobrante del que podemos responder es el alma. Todo lo demás es saldo combustible y desgastable, desde el hígado al cerebro, y el tiempo con que contamos tampoco es dilatable. Solo el alma tiene sobrante, un gran sobrante que se siente y que es su esencia inmortal.


Ramón Gómez de la Serna – Diario Póstumo

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