El rasgo característico más indiscutible de las
revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos
históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o
democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los
especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los
parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el
orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras
que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes
tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo
régimen. Dejemos a los moralistas juzgar si esto está bien o mal. La historia
de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la
irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos.
Cuando en una sociedad estalla la revolución, luchan
unas clases contra otras, y, sin embargo, es de una innegable evidencia que las modificaciones por las bases económicas de la
sociedad y el sustrato social de las clases desde que comienza hasta que acaba
no bastan, ni mucho menos, para explicar el curso de
una revolución que en unos pocos meses derriba instituciones seculares y crea otras nuevas, para volver en seguida a
derrumbarlas. La dinámica de los acontecimientos revolucionarios se halla
directamente informada por los rápidos tensos y violentos cambios que sufre la psicología de las clases formadas antes de la revolución.
La
sociedad no cambia nunca sus instituciones a medida que lo necesita, como un operario
cambia sus herramientas. Por el contrario, acepta prácticamente como algo definitivo
las instituciones a que se encuentra sometida. Pasan largos años durante los
cuales la obra de crítica de la oposición no es más que una válvula de
seguridad para dar salida al descontento de las masas y una condición que garantiza la estabilidad del régimen
social dominante; es, por ejemplo, la significación que tiene hoy la oposición
socialdemócrata en ciertos países. Han de sobrevenir condiciones completamente
excepcionales, independientes de la voluntad de los hombres o de los partidos,
para arrancar al descontento las cadenas del conservadurismo y llevar a las
masas a la insurrección.
Por tanto, esos cambios rápidos que experimentan las
ideas y el estado de espíritu de las masas en las épocas revolucionarias no son producto de la elasticidad y movilidad de la
psiquis humana, sino al revés, de su profundo conservadurismo. El rezagamiento
crónico en que se hallan las ideas y relaciones humanas con respecto a las
nuevas condiciones objetivas, hasta el momento mismo en que éstas se desploman
catastróficamente, por decirlo así, sobre los hombres, es lo que en los
períodos revolucionarios engendra ese movimiento exaltado de las ideas y las
pasiones que a las mentalidades policiacas se les antoja fruto puro y simple de
la actuación de los «demagogos».
Las masas no van a la revolución con un plan
preconcebido de la sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la
imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja. Sólo el sector dirigente
de cada clase tiene un programa político, programa que, sin embargo, necesita
todavía ser sometido a la prueba de los acontecimientos y a la aprobación de
las masas. El proceso político fundamental de una revolución consiste precisamente
en que esa clase perciba los objetivos que se desprenden de la crisis social en
que las masas se orientan de un modo activo por el método de las aproximaciones
sucesivas. Las distintas etapas del proceso revolucionario, consolidadas por el
desplazamiento de unos partidos por otros cada vez más extremos, señalan la
presión creciente de las masas hacia la izquierda, hasta que el impulso
adquirido por el movimiento tropieza con obstáculos objetivos.
Entonces comienza la reacción: decepción de ciertos
sectores de la clase revolucionaria, difusión del indeferentismo y consiguiente
consolidación de las posiciones adquiridas por las fuerzas
contrarrevolucionarias. Tal es, al menos, el esquema de las revoluciones
tradicionales. Sólo estudiando los procesos políticos sobre las propias masas se
alcanza a comprender el papel de los partidos y los caudillos que en modo
alguno queremos negar. Son un elemento, si no independiente, sí muy importante,
de este proceso. Sin una organización dirigente, la energía de las masas se
disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero sea como
fuere, lo que impulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el
vapor. Son evidentes las dificultades con que tropieza quien quiere estudiar
los cambios experimentados por la conciencia de las masas en épocas de
revolución. Las clases oprimidas crean la historia en las fábricas, en los
cuarteles, en los campos, en las calles de la ciudad. Mas no acostumbran a
ponerla por escrito. Los períodos de tensión máxima de las pasiones sociales
dejan, en general, poco margen para la contemplación y el relato.
Mientras
dura la revolución, todas las musas, incluso esa musa plebeya del periodismo,
tan robusta, lo pasan mal. A pesar de esto, la situación del historiador no es
desesperada, ni mucho menos. Los apuntes escritos son incompletos, andan
sueltos y desperdigados. Pero, puestos a la luz de los acontecimientos, estos
testimonios fragmentarios permiten muchas veces adivinar la dirección y el
ritmo del proceso histórico. Mal o bien, los partidos revolucionarios fundan su
técnica en la observación de los cambios experimentados por la conciencia de
las masas. ¿Por qué lo accesible al político revolucionario en el torbellino de
la lucha no ha de serlo también retrospectivamente al historiador? Sin embargo,
los procesos que se desarrollan en la conciencia de las masas no son nunca
autóctonos ni independientes.
Pese a los idealistas y a los eclécticos, la
conciencia se halla determinada por la existencia. El lector serio y
dotado de espíritu crítico no necesita de
esa solapada imparcialidad que le brinda la copa de la conciliación llena de posos de veneno
reaccionario, sino de la metódica escrupulosidad que va a buscar en los hechos honradamente
investigados, apoyo manifiesto para sus simpatías o antipatías disfrazadas, a
la contrastación de sus nexos reales, al descubrimiento de las leyes por que se
rigen. Ésta es la única objetividad histórica que cabe, y con ella basta, pues
se halla contrastada y confirmada, no por las buenas intenciones del
historiador de que él mismo responde, sino por las leyes que rigen el proceso histórico
y que él se limita a revelar.
Leon Trotsky - Historia de la Revolución Rusa
Muy interesante y bien parido, voy a hurgar más por aquí.
ResponderEliminarEspero que encuentres más temas de tu interés.
ResponderEliminarUn saludo cordial. Manuel