lunes, 24 de marzo de 2014

Las Revoluciones las crea la miseria y el descontento generalizados (Trotsky)





El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los moralistas juzgar si esto está bien o mal. La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos.

Cuando en una sociedad estalla la revolución, luchan unas clases contra otras, y, sin embargo, es de una innegable evidencia que las modificaciones por las bases económicas de la sociedad y el sustrato social de las clases desde que comienza hasta que acaba no bastan, ni mucho menos, para explicar el curso de una revolución que en unos pocos meses derriba instituciones seculares y crea otras nuevas, para volver en seguida a derrumbarlas. La dinámica de los acontecimientos revolucionarios se halla directamente informada por los rápidos tensos y violentos cambios que sufre la psicología de las clases formadas antes de la revolución.
   
La sociedad no cambia nunca sus instituciones a medida que lo necesita, como un operario cambia sus herramientas. Por el contrario, acepta prácticamente como algo definitivo las instituciones a que se encuentra sometida. Pasan largos años durante los cuales la obra de crítica de la oposición no es más que una válvula de seguridad para dar salida al descontento de las masas y una condición que garantiza la estabilidad del régimen social dominante; es, por ejemplo, la significación que tiene hoy la oposición socialdemócrata en ciertos países. Han de sobrevenir condiciones completamente excepcionales, independientes de la voluntad de los hombres o de los partidos, para arrancar al descontento las cadenas del conservadurismo y llevar a las masas a la insurrección.



Por tanto, esos cambios rápidos que experimentan las ideas y el estado de espíritu de las masas en las épocas revolucionarias no son producto de la elasticidad y movilidad de la psiquis humana, sino al revés, de su profundo conservadurismo. El rezagamiento crónico en que se hallan las ideas y relaciones humanas con respecto a las nuevas condiciones objetivas, hasta el momento mismo en que éstas se desploman catastróficamente, por decirlo así, sobre los hombres, es lo que en los períodos revolucionarios engendra ese movimiento exaltado de las ideas y las pasiones que a las mentalidades policiacas se les antoja fruto puro y simple de la actuación de los «demagogos». 

Las masas no van a la revolución con un plan preconcebido de la sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja. Sólo el sector dirigente de cada clase tiene un programa político, programa que, sin embargo, necesita todavía ser sometido a la prueba de los acontecimientos y a la aprobación de las masas. El proceso político fundamental de una revolución consiste precisamente en que esa clase perciba los objetivos que se desprenden de la crisis social en que las masas se orientan de un modo activo por el método de las aproximaciones sucesivas. Las distintas etapas del proceso revolucionario, consolidadas por el desplazamiento de unos partidos por otros cada vez más extremos, señalan la presión creciente de las masas hacia la izquierda, hasta que el impulso adquirido por el movimiento tropieza con obstáculos objetivos.
  
Entonces comienza la reacción: decepción de ciertos sectores de la clase revolucionaria, difusión del indeferentismo y consiguiente consolidación de las posiciones adquiridas por las fuerzas contrarrevolucionarias. Tal es, al menos, el esquema de las revoluciones tradicionales. Sólo estudiando los procesos políticos sobre las propias masas se alcanza a comprender el papel de los partidos y los caudillos que en modo alguno queremos negar. Son un elemento, si no independiente, sí muy importante, de este proceso. Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el vapor. Son evidentes las dificultades con que tropieza quien quiere estudiar los cambios experimentados por la conciencia de las masas en épocas de revolución. Las clases oprimidas crean la historia en las fábricas, en los cuarteles, en los campos, en las calles de la ciudad. Mas no acostumbran a ponerla por escrito. Los períodos de tensión máxima de las pasiones sociales dejan, en general, poco margen para la contemplación y el relato.




Mientras dura la revolución, todas las musas, incluso esa musa plebeya del periodismo, tan robusta, lo pasan mal. A pesar de esto, la situación del historiador no es desesperada, ni mucho menos. Los apuntes escritos son incompletos, andan sueltos y desperdigados. Pero, puestos a la luz de los acontecimientos, estos testimonios fragmentarios permiten muchas veces adivinar la dirección y el ritmo del proceso histórico. Mal o bien, los partidos revolucionarios fundan su técnica en la observación de los cambios experimentados por la conciencia de las masas. ¿Por qué lo accesible al político revolucionario en el torbellino de la lucha no ha de serlo también retrospectivamente al historiador? Sin embargo, los procesos que se desarrollan en la conciencia de las masas no son nunca autóctonos ni independientes. 

Pese a los idealistas y a los eclécticos, la conciencia se halla determinada por la existencia. El lector serio y dotado de espíritu crítico no necesita de esa solapada imparcialidad que le brinda la copa de la conciliación llena de posos de veneno reaccionario, sino de la metódica escrupulosidad que va a buscar en los hechos honradamente investigados, apoyo manifiesto para sus simpatías o antipatías disfrazadas, a la contrastación de sus nexos reales, al descubrimiento de las leyes por que se rigen. Ésta es la única objetividad histórica que cabe, y con ella basta, pues se halla contrastada y confirmada, no por las buenas intenciones del historiador de que él mismo responde, sino por las leyes que rigen el proceso histórico y que él se limita a revelar.


Leon Trotsky - Historia de la Revolución Rusa


2 comentarios:

  1. Muy interesante y bien parido, voy a hurgar más por aquí.

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  2. Espero que encuentres más temas de tu interés.

    Un saludo cordial. Manuel

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