Lo que sucede en el alma del místico es sencillamente un abandono de la vida; el místico no puede seguir viviendo, su única salida al parecer consiste en atravesar los umbrales de la vida. Porque si el místico no puede seguir en la vida no es por algo que le ocurra especialmente, sino por algo embebido en la vida misma, por una situación existencial; en definitiva, por nada que le advenga de fuera, sino por un acontecer de su vida misma; no por algo, sino por nada y por todo.
El místico no quiere conocer sino que quiere ser. El alma de quien se hace místico no puede proseguir en la naturaleza, ni tampoco en el conocimiento, ni tampoco en la poesía. Ni puede con el poder, ni le vale el conocer, ni se sostiene en el sentir. Es como si le faltase una parte de sí mismo, algo que no le permite asentarse en ninguna cosa y, al no hallarlo, se siente sin analogía en el mundo donde busca.
Lo primero que se echa de ver en el místico es una soledad sin compañía posible. Lo que el místico busca es salir de esa soledad, atravesando como la crisálida su cárcel. El alma humana del místico solo ha de hallar remedio en devorar su propia cárcel, su propia alma. Su desaforado amor por el “todo” proviene de que ninguna cosa le trae mensaje alguno, de que la comunicación normal con los seres y las cosas que pureblan el mundo se ha hecho imposible y el alma ha quedado sola, recluida. Del pozo de su soledad ha de salir, aunque le cueste el no ser cuando ya haya salido.
Y así vemos que el místico ha realizado toda una revolución, se ha enajenado por entero; ha realizado la más fecunda destrucción, que es la destrucción de sí mismo, para que en este vacío venga a habitar por entero otro; ha puesto en suspenso su propia existencia para que este otro se resuelva a existir en él.
El alma no es sino el conjunto de resortes que puedan usarse en otro sentido de cómo nos han sido dados. Tal y como encontramos nuestra alma no corre hacia nada; sin el fuego del amor su movimiento sería circular, no tendría camino. Para que encuentre camino es preciso suspenderla, arrebatarla por el fuego. Y este fuego comienza con una acción disociadora, disociación que no destruye, que se limita a producir una indeterminación parecida al caos. La aniquilación anímica se cumple, mas no para quedarse en la moral, que no es sino una norma externa para regular sus funciones. Pero el amor, la voracidad del místico no la necesita para lo que anda buscando.
Consumido lo psíquico, consumido también la moral, el alma del místico se queda vacía, es oscuridad y en silencio. Solo vive la voracidad amorosa, que puede ya salir “sin ser notada”. ¿Adónde sale? Parece que solo la muerte sería el término de esta vida, pero no es así. Aunque parezca imposible, existe un medio entre la vida y la muerte. Se puede haber dejado de vivir sin haber caído en la muerte. Pero eso no es la nada, el vacío que aguarda al alma a su salida; ni la muerte, sino la poesía donde se encuentran en entera presencia todas las cosas. Todo, todo está presente con una fragancia como recién salido de manos del Creador.
Y una tan clara mística forzosamente tenía que venir a dar en una realidad perfecta de amor y conocimiento. Unidad que no lleva otro nombre tradicionalmente que el de objetividad. Perfecta objetividad del amor, que lo es también de la poesía, pues no hay poesía mientras algo no quede en las entrañas dibujado. También la idea, el concepto, el conocimiento, cuando logra objetividad, es un dibujarse el ser; mas no en las entrañas sino en la mente. La interioridad más oscura y profunda ya no existe sino como el lugar donde queda dibujado por si mirada –por su luz– el objeto… los ojos, que son lo más espiritual y lo más personal a la vez que miran, cuando son los deseados, hasta las entrañas mismas, donde quedan impresos. Es el cumplimiento de la objetividad, que no es posible sin el amor.
¿Es de extrañar que el amor haya preferido casi siempre el derrotero poético al filosófico? Seguir por el escueto, escarpado camino de la filosofía, llevado solo por el amor, lo han podido realizar únicamente los místicos de la razón (Spinoza), lo que creyeron que la razón era el fondo íntimo de todo; los que encubrieron su remota creencia en la divinidad bajo la forma racional. (El místico) San Juan de la Cruz , más cerca de la vida, la encontró luego transformada en poesía. La finalidad: convertir al alma en cristal de roca; como él invulnerable, como él transparente. No llama a la muerte, apenas la nombra ni la siente barrera de su amor. La vida, al ser reducida, apenas le es un obstáculo. Más afortunado con la unidad que los filósofos, logra transformarse en la figura que adoran; logra encarnar en suma, la objetividad.
¿Cuál fue la hora y este amor tan sin reservas, este fuego del que trasciende la luz?: una transparencia humana que permite la objetividad y un fuego, una voracidad amorosa que la fuerza a entregarse. Violencia empleada en perseguir “la presencia y la figura”, entrega del alma sostenida por el ánimo.
San Juan de la Cruz sale de la vida de España, de la de Castilla, y acaso cuesta trabajo reconocerlo por su transparente universalidad. Hay que atravesar la transparencia de esa universalidad para llegar a la raíz misma de donde saliera; hay que recorrer el mismo camino que en su trascender de todo (“toda ciencia trascendiendo”) recorriera, para tocar la necesidad que queda bajo su alto vuelo, la necesidad de su libertad, la sustancia donde prendiera esta llama que después parece haberla consumido enteramente. La existencia de San Juan es un no existir; su ser es al fin haber logrado no-ser.
La palabra es la luz de la sangre.
María Zambrano – Andalucía, sueño y realidad
Coplas hechas sobre un éxtasis de harta contemplación
Entréme donde no supe:
y quedéme no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
Yo no supe dónde estaba,
pero, cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí;
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
De paz y de piedad
era la ciencia perfecta,
en profunda soledad
entendida, vía recta;
era cosa tan secreta,
que me quedé balbuciendo,
toda ciencia trascendiendo.
Estaba tan embebido,
tan absorto y ajenado,
que se quedó mi sentido
de todo sentir privado,
y el espíritu dotado
de un entender no entendiendo.
toda ciencia trascendiendo.
El que allí llega de vero
de sí mismo desfallece;
cuanto sabía primero
mucho bajo le parece,
y su ciencia tanto crece,
que se queda no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
Cuanto más alto se sube,
tanto menos se entendía,
que es la tenebrosa nube
que a la noche esclarecía:
por eso quien la sabía
queda siempre no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
Este saber no sabiendo
es de tan alto poder,
que los sabios arguyendo
jamás le pueden vencer;
que no llega su saber
a no entender entendiendo,
toda ciencia trascendiendo.
Y es de tan alta excelencia
aqueste sumo saber,
que no hay facultad ni ciencia
que la puedan emprender;
quien se supiere vencer
con un no saber sabiendo,
irá siempre trascendiendo.
Y, si lo queréis oír,
consiste esta suma ciencia
en un subido sentir
de la divinal esencia;
es obra de su clemencia
hacer quedar no entendiendo,
toda ciencia trascendiendo.
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