Si
el Mundo existe, si el hombre existe, es porque los seres
sobrenaturales han desplegado una actividad creadoras en los “comienzos”. Pero otros
acontecimientos han tenido lugar después, y el hombre, tal como es hoy, es el resultado de los acontecimientos míticos, está constituido por ellos. Es mortal,
porque algo ha pasado en aquel tiempo. Si eso no hubiera sucedido, el hombre no
sería mortal: habría podido existir indefinidamente. El mito del origen de la
muerte cuenta lo que sucedió y, al relatar este incidente, explica por qué el hombre es mortal.
El
“Centro” es la zona de lo sagrado por excelencia, la de la realidad absoluta. El
camino que lleva al centro es arduo, está sembrado de peligros, porque es un
rito del paso de lo profano a lo sagrado, de lo efímero y lo ilusorio a la
realidad y la eternidad; de la muerte a la vida; del hombre a la divinidad. El acceso
al centro equivale a una consagración, a una iniciación; a una existencia ayer
profana e ilusoria sucede ahora una nueva existencia real, duradera y eficaz.
Si mediante el acto de Creación se cumple el
paso de lo no manifestado a lo manifestado, o del Caos al Cosmos; si la Creación , en toda la
extensión de su objeto, se efectuó a partir de un “Centro”, de lo inanimado a
lo viviente, entonces se aclaran maravillosamente el simbolismo de las “ciudades
sagradas”, las teorías geománticas que presiden su fundación. Así, toda creación
repite el acto cosmogónico por excelencia: la Creación del Mundo; en
consecuencia, todo lo que es fundado lo es en el Centro del Mundo. Nada puede
durar si no está animado, si no está dotado, por un sacrificio, de un “alma”:
el prototipo del rito de construcción es el sacrificio que se hizo al fundar el
mundo.
El
tiempo concreto se proyecta en el tiempo mítico en que se produjo la fundación del
mundo. Así quedan aseguradas la realidad
y la duración de una construcción, no
solo por la transformación del espacio profano en un espacio trascendente (“el
centro”), sino también por la transformación del tiempo concreto en tiempo mítico.
Un ritual cualquiera se desarrolla no solo en un espacio consagrado, sino además
en un “tiempo sagrado”, en “aquel tiempo”, cuando el ritual fue llevado a cabo
por vez primera por un dios, un antepasado o un héroe. “Así hicieron los
dioses, así hacen los hombres”. Conocer los mitos es aprender el secreto del
origen de las cosas. Un acto no es real más que en la medida en que imita o repite un arquetipo. Así, todo
lo que no tiene un modelo ejemplar carece de realidad.
Un
sacrificio no solo reproduce exactamente el sacrificio inicial revelado por un
dios al principio, sino que sucede en ese mismo momento mítico primordial. El tiempo profano y
la duración quedan suspendidos, se abandona el mundo profano de los mortales y
se incorpora al mundo divino de los inmortales. Las sociedades primitivas que aún
viven en el paraíso de los arquetipos se regeneran periódicamente por la
expulsión de los “males” y la confesión de los pecados. Así, pues, la
existencia del hombre en el Cosmos se considera como una caída. Para ellos, la
memoria “histórica”, es decir, el recuerdo de acontecimientos que no derivan de
ningún arquetipo, es insoportable. La necesidad de librarse del recuerdo del “pecado”,
de una secuencia de acontecimientos cuyo conjunto constituye la “historia”, está
relacionada con la inmensa importancia adquirida por la regeneración colectiva
por medio de la repetición del acto cosmogónico.
Para el hombre tradicional, la
imitación de un modelo arquetípico es una reactualización del momento mítico en
que el arquetipo fue revelado por vez primera. Esas ceremonias suspenden el
tiempo profano, la duración, y proyectan al que los celebra in illo tempore. Es la oposición del
hombre a aceptarse como ser histórico, a conceder valor a la “memoria”, la voluntad de desvalorizar el tiempo.
Como
el místico, como el hombre religioso en general, el primitivo vive en un
continuo presente. Lo que domina es el retorno cíclico de lo que antes fue, el “eterno
retorno”. Hasta puede decirse que nada nuevo se produce en el mundo, pues todo
no es más que la repetición de los mismos arquetipos primordiales. Esa repetición
mantiene sin cesar al mundo en el mismo instante auroral de los comienzos. Pero la repetición tiene un sentido:
solo ella confiere una realidad a los
acontecimientos.
Para el hombre de las culturas tradicionales
vivir equivalía a respetar la “ley”, la revelación hecha por una divinidad o un
ser mítico. Si por la repetición de las acciones conseguía anular el tiempo, no
por eso dejaba de vivir en concordancia con los ritmos cósmicos. No puede
concebir un “sufrimiento” no provocado; proviene de una falta, una acción mágica
o por lo menos una causa identificadas en la voluntad del Dios Supremo
olvidado. En todos los casos, el sufrimiento se hace coherente y por consiguiente
llevadero.
La
novedad de la religión judía respecto de las estructuras tradicionales es que
el acontecimiento histórico se convierte en teofanía, en la cual se devela
tanto la voluntad de Yahvé como las relaciones entre Él y el pueblo que ha
elegido. Pero las creencias mesiánicas en una regeneración final del mundo
denotan igualmente una actitud antihistórica.
Como ya no puede ignorar o abolir periódicamente la historia, el hebreo la soporta con la esperanza de que cesará definitivamente
en un momento más o menos lejano; la historia debe ser soportada porque tiene
una función escatológica, porque se sabe que algún día cesará. La historia así
es abolida en el futuro. La regeneración
periódica de la Creación
es reemplazada por una regeneración única
que ocurrirá en un in illo tempore
por venir.
Sería
necesario comparar al hombre de las civilizaciones tradicionales con el hombre
moderno, que se sabe y se quiere creador de la historia, en cuya perspectiva es
cada vez más difícil de soportar el “terror a la historia”. Quisiéramos saber,
por ejemplo, cómo pueden soportarse, y justificarse, los dolores y la
desaparición de tantos pueblos que sufren y desaparecen, ¿cómo podrá el hombre
soportar las catástrofes y los horrores de la historia si no se presiente
ninguna intención transhistórica, si tales horrores son solo el juego ciego de
fuerzas económicas, sociales o políticas, o el resultado de las “libertades”
que una minoría se toma y ejerce directamente en la escena de la historia
universal?
Es menester considerar que cuanto más se
agrave el terror a la historia, cuanto más precaria se haga la existencia debido a la historia, tanto más crédito perderán las
posiciones del historicismo. Y, en un momento en que la historia podría
aniquilar a la especie humana en su totalidad, no está vedado concebir una época
no muy lejana en que la humanidad, para asegurarse la supervivencia, se vea
obligada a dejar de “seguir” haciendo
la “historia”, en que se conforme con
repetir los hechos arquetípicos y se
esfuerce por “olvidar”, como
insignificante y peligroso, todo hecho espontáneo que amenazara con tener
consecuencias “históricas”.
Las
técnicas orientales se esfuerzan ante todo por anular o superar la condición
humana. Sobre este particular, se puede hablar no solo de libertad y emancipación,
sino verdaderamente de creación, pues se trata de crear un hombre nuevo, y de crearlo en un plano suprahumano, un
hombre-dios, como nunca pasó por la imaginación del hombre histórico poder
crearlo.
Puede
decirse que el cristianismo es la “religión” del hombre moderno y del hombre histórico.
Desde la “invención” de la fe en el sentido judeocristiano del vocablo, el
hombre apartado del horizonte de los arquetipos y la repetición no puede ya
defenderse de ese terror sino mediante la idea de Dios. En efecto, solo presuponiendo
la existencia de Dios conquista, por un lado, la libertad que le concede
autonomía en un universo regido por leyes,
y por otro lado, la certeza de que las tragedias históricas tienen una
significación transhistórica, incluso cuando esa significación no se siempre
evidente para la actual condición humana.
Toda otra situación del hombre moderno
conduce, en última instancia, a la desesperación. Una desesperación provocada,
no por su propia existencialidad humana, sino por su presencia en un universo
histórico en el cual casi la totalidad de los seres humanos viven acosados por
un terror continuo (aun cuando no siempre sea consciente). En este aspecto, el
cristianismo se afirma sin discusión como la religión del “hombre que ha caído
en desgracia”, y ello en la medida en que el hombre moderno está
irremediablemente integrado a la historia y al progreso, y en que la historia y el progreso son caídas que
implican el abandono definitivo de los arquetipos y de la repetición.
Mircea
Eliade – El Mito del Eterno Retorno.-
Mito y Realidad
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