jueves, 13 de marzo de 2014

Terror a la Historia y abandono de los Arquetipos (Mircea Eliade)


Si el Mundo existe, si el hombre existe, es porque los seres sobrenaturales han desplegado una actividad creadoras en los “comienzos”. Pero otros acontecimientos han tenido lugar después, y el hombre, tal como es hoy, es el resultado de los acontecimientos míticos, está constituido por ellos. Es mortal, porque algo ha pasado en aquel tiempo. Si eso no hubiera sucedido, el hombre no sería mortal: habría podido existir indefinidamente. El mito del origen de la muerte cuenta lo que sucedió y, al relatar este incidente, explica por qué el hombre es mortal.



El “Centro” es la zona de lo sagrado por excelencia, la de la realidad absoluta. El camino que lleva al centro es arduo, está sembrado de peligros, porque es un rito del paso de lo profano a lo sagrado, de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad; de la muerte a la vida; del hombre a la divinidad. El acceso al centro equivale a una consagración, a una iniciación; a una existencia ayer profana e ilusoria sucede ahora una nueva existencia real, duradera y eficaz.
   Si mediante el acto de Creación se cumple el paso de lo no manifestado a lo manifestado, o del Caos al Cosmos; si la Creación, en toda la extensión de su objeto, se efectuó a partir de un “Centro”, de lo inanimado a lo viviente, entonces se aclaran maravillosamente el simbolismo de las “ciudades sagradas”, las teorías geománticas que presiden su fundación. Así, toda creación repite el acto cosmogónico por excelencia: la Creación del Mundo; en consecuencia, todo lo que es fundado lo es en el Centro del Mundo. Nada puede durar si no está animado, si no está dotado, por un sacrificio, de un “alma”: el prototipo del rito de construcción es el sacrificio que se hizo al fundar el mundo.

El tiempo concreto se proyecta en el tiempo mítico en que se produjo la fundación del mundo. Así quedan aseguradas la realidad y la duración de una construcción, no solo por la transformación del espacio profano en un espacio trascendente (“el centro”), sino también por la transformación del tiempo concreto en tiempo mítico. Un ritual cualquiera se desarrolla no solo en un espacio consagrado, sino además en un “tiempo sagrado”, en “aquel tiempo”, cuando el ritual fue llevado a cabo por vez primera por un dios, un antepasado o un héroe. “Así hicieron los dioses, así hacen los hombres”. Conocer los mitos es aprender el secreto del origen de las cosas. Un acto no es real más que en la medida en que imita o repite un arquetipo. Así, todo lo que no tiene un modelo ejemplar carece de realidad.



Un sacrificio no solo reproduce exactamente el sacrificio inicial revelado por un dios al principio, sino que sucede en ese mismo momento mítico primordial. El tiempo profano y la duración quedan suspendidos, se abandona el mundo profano de los mortales y se incorpora al mundo divino de los inmortales. Las sociedades primitivas que aún viven en el paraíso de los arquetipos se regeneran periódicamente por la expulsión de los “males” y la confesión de los pecados. Así, pues, la existencia del hombre en el Cosmos se considera como una caída. Para ellos, la memoria “histórica”, es decir, el recuerdo de acontecimientos que no derivan de ningún arquetipo, es insoportable. La necesidad de librarse del recuerdo del “pecado”, de una secuencia de acontecimientos cuyo conjunto constituye la “historia”, está relacionada con la inmensa importancia adquirida por la regeneración colectiva por medio de la repetición del acto cosmogónico. 
   Para el hombre tradicional, la imitación de un modelo arquetípico es una reactualización del momento mítico en que el arquetipo fue revelado por vez primera. Esas ceremonias suspenden el tiempo profano, la duración, y proyectan al que los celebra in illo tempore. Es la oposición del hombre a aceptarse como ser histórico, a conceder valor a la “memoria”, la voluntad de desvalorizar el tiempo.

Como el místico, como el hombre religioso en general, el primitivo vive en un continuo presente. Lo que domina es el retorno cíclico de lo que antes fue, el “eterno retorno”. Hasta puede decirse que nada nuevo se produce en el mundo, pues todo no es más que la repetición de los mismos arquetipos primordiales. Esa repetición mantiene sin cesar al mundo en el mismo instante auroral de los comienzos. Pero la repetición tiene un sentido: solo ella confiere una realidad a los acontecimientos.
   Para el hombre de las culturas tradicionales vivir equivalía a respetar la “ley”, la revelación hecha por una divinidad o un ser mítico. Si por la repetición de las acciones conseguía anular el tiempo, no por eso dejaba de vivir en concordancia con los ritmos cósmicos. No puede concebir un “sufrimiento” no provocado; proviene de una falta, una acción mágica o por lo menos una causa identificadas en la voluntad del Dios Supremo olvidado. En todos los casos, el sufrimiento se hace coherente y por consiguiente llevadero.



La novedad de la religión judía respecto de las estructuras tradicionales es que el acontecimiento histórico se convierte en teofanía, en la cual se devela tanto la voluntad de Yahvé como las relaciones entre Él y el pueblo que ha elegido. Pero las creencias mesiánicas en una regeneración final del mundo denotan igualmente una actitud antihistórica. Como ya no puede ignorar o abolir periódicamente la historia, el hebreo la soporta con la esperanza de que cesará definitivamente en un momento más o menos lejano; la historia debe ser soportada porque tiene una función escatológica, porque se sabe que algún día cesará. La historia así es abolida en el futuro. La regeneración periódica de la Creación es reemplazada por una regeneración única que ocurrirá en un in illo tempore por venir.

Sería necesario comparar al hombre de las civilizaciones tradicionales con el hombre moderno, que se sabe y se quiere creador de la historia, en cuya perspectiva es cada vez más difícil de soportar el “terror a la historia”. Quisiéramos saber, por ejemplo, cómo pueden soportarse, y justificarse, los dolores y la desaparición de tantos pueblos que sufren y desaparecen, ¿cómo podrá el hombre soportar las catástrofes y los horrores de la historia si no se presiente ninguna intención transhistórica, si tales horrores son solo el juego ciego de fuerzas económicas, sociales o políticas, o el resultado de las “libertades” que una minoría se toma y ejerce directamente en la escena de la historia universal?
   Es menester considerar que cuanto más se agrave el terror a la historia, cuanto más precaria se haga la existencia debido a la historia, tanto más crédito perderán las posiciones del historicismo. Y, en un momento en que la historia podría aniquilar a la especie humana en su totalidad, no está vedado concebir una época no muy lejana en que la humanidad, para asegurarse la supervivencia, se vea obligada a dejar de “seguir” haciendo la “historia”, en que se conforme con repetir los hechos arquetípicos y se esfuerce por “olvidar”, como insignificante y peligroso, todo hecho espontáneo que amenazara con tener consecuencias “históricas”.

Las técnicas orientales se esfuerzan ante todo por anular o superar la condición humana. Sobre este particular, se puede hablar no solo de libertad y emancipación, sino verdaderamente de creación, pues se trata de crear un hombre nuevo, y de crearlo en un plano suprahumano, un hombre-dios, como nunca pasó por la imaginación del hombre histórico poder crearlo.



Puede decirse que el cristianismo es la “religión” del hombre moderno y del hombre histórico. Desde la “invención” de la fe en el sentido judeocristiano del vocablo, el hombre apartado del horizonte de los arquetipos y la repetición no puede ya defenderse de ese terror sino mediante la idea de Dios. En efecto, solo presuponiendo la existencia de Dios conquista, por un lado, la libertad que le concede autonomía en un  universo regido por leyes, y por otro lado, la certeza de que las tragedias históricas tienen una significación transhistórica, incluso cuando esa significación no se siempre evidente para la actual condición humana.

   Toda otra situación del hombre moderno conduce, en última instancia, a la desesperación. Una desesperación provocada, no por su propia existencialidad humana, sino por su presencia en un universo histórico en el cual casi la totalidad de los seres humanos viven acosados por un terror continuo (aun cuando no siempre sea consciente). En este aspecto, el cristianismo se afirma sin discusión como la religión del “hombre que ha caído en desgracia”, y ello en la medida en que el hombre moderno está irremediablemente integrado a la historia y al progreso, y en que la historia y el progreso son caídas que implican el abandono definitivo de los arquetipos y de la repetición.


Mircea Eliade – El Mito del Eterno Retorno.-  Mito y Realidad


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