Como
individuos, reconocemos hoy que quedamos muy inferiores a nuestro destino
individual o social, sin que podamos acallar la voz de desacuerdo entre lo que
la idea general de la humanidad nos exige y nuestro hecho histórico. Como pueblos
y sociedades humanas, cada día vemos más claro que no satisfacemos en nuestras
relaciones sociales a nuestro fin total humano, que no hallamos la idea suprema
que pueda resolver la contradicción entre la humanidad como una y toda, como
ella misma como un contenido vario en sus pueblos, familias e individuos. ¿Qué
resta al hombre que ama todavía a su naturaleza sino levantar la vista a la
idea fundamental de la humanidad, en la que todos como hombres y pueblos nos reunimos
para el cumplimiento de una misma ley común y de un definitivo destino?
Esta
idea pide al individuo que sea hombre para sus semejantes, que tome parte con
ellos en todo pensamiento y obra para los fines comunes, que sobre toda oposición
temporal muestre hacia ellos un sentido de amor y de leal concurso para la
realización del destino común. El hombre que escucha la voz de su corazón,
guiada por la razón, el que se siente movido a abrazar en amor y obra viva
todas las relaciones humanas, observa con extrañeza la sociedad en que ha
nacido. Hechos contrarios a los sentimientos de unidad y comunidad humana. Este
hombre observa reinando sobre toda otra relación humana una oposición de
estados sociales en la que cada opuesto parece fundar su valor solo en lo que
desmerece y vale menos su contrario.
Estos extremos parecen obedecer al fin
temporal de cada parte, con unión y concurso pasajeros, sin amor ni plenitud de
idea, ni eficacia de acción común.
Las
mismas personas sociales parecen atentas más bien a excluirse unos a otros, a
ganar cada una en poder y provecho propio a fuerza de encerrarse en su particularidad,
a reinar o predominar entre todos. El hombre que contempla este desamor en.que
viven hoy las sociedades humanas, atentas más a negarse unas a otras, a
impedirse, a excluirse, que a obrar en función de una total acción y vida… ¿es
definitivo semejante estado, sin que sea otro posible como la sociedad suprema
y armónica de todos sus pueblos?
Cuando
nuestra humanidad sea toda la tierra un reino interior, una pacífica y armónica
domesticidad, entonces se reunirá con todos sus miembros en una vida
indivisible; entonces abrazará con calor maternal vivificador a todos los
hombres y pueblos, como su madre natural, la más universal y más íntima, la
verdaderamente eterna, y en este calor el hombre hallará reanimación y fuerza
invencible para el cumplimiento de su destino. En este día lleno, el individuo
no se sentirá desamparado en la guerra que divide hoy su corazón, y lo
desconcierta y desespera, cuando de un lado la naturaleza lo lleva al sentido,
del otro el espíritu lo obliga a recogerse dentro, a alejarse del contacto de
la vida. En el espíritu pura y en la naturaleza pura, cada cosa parece ajustar
y caminar con seguridad hacia su fin respectivo; solo el hombre vive como en
tierra ajena, como extranjero en su casa.
Pero
cuando nuestra humanidad sea en la tierra un reino propio que abrace realmente
todos sus miembros, entonces el individuo será igualmente partícipe del mundo
del espíritu y del de la naturaleza. Entonces cumplirá la humanidad su historia
y hará plena justicia.
Nosotros no vemos esto con nuestros ojos,
pero lo sentimos más cerca, en nuestro corazón y en la confianza que la sola
idea de esta plenitud última da a nuestra obra presente. Y cuando la humanidad
haya conquistado una vida interior donde hoy reina todavía exterioridad y
antipatía, entonces cumplirá otra involución más fácil: de Pueblos y Estados
hasta realizar una ciudad y un reino humano, un Estado-Tierra; porque bajo un
Dios hay una sola humanidad y una ley y un gobierno común, para realizarla pacíficamente
entre los hombres.
Karl
Christian Friedrich Krause – Ideal de la Humanidad para la vida
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