Resulta necesario
poner en cuestión el hecho de que Dios sea absolutamente serio o, dicho de otro
modo, si nos hallamos en un universo en el que existe la posibilidad real de
ser condenados por toda la eternidad o si, por el contrario, la verdadera
cuestión no gira en torno al hecho de ser o no ser. El único nivel en el que
podemos hallar una respuesta a esta cuestión es el de la experiencia personal,
solo ahí podemos confiar en la palabra de Dios, dejar de formularnos preguntas
impertinentes y postrarnos a sus pies o también podemos, por el contrario,
desafiarle y aguardar temerosos o impertérritos su airada respuesta.
Tal vez parezca
que la soberbia es la que lleva al ser humano a rebelarse contra la autoridad
divina, a negarse a que el Amor entre en su corazón y a reprimir la voz
interior del arrepentimiento. Pero lo cierto es que, si existiera un ser humano
con el coraje espiritual como para rebelarse, su rebeldía no estaría tan
dirigida contra Dios como contra maya, porque lo que resulta inadmisible
es que la Realidad
Última del universo se reduzca a la agonía, la tragedia, la muerte, el
infierno, el miedo y la nada. Pero, por encima de todo, lo verdaderamente
inadmisible es la separatividad, la aparente distinción absoluta entre el ser
humano y el cosmos, entre la criatura y su creador.
Me parece mucho más sencillo pensar que nunca ha habido universo alguno que
creer que el juego no merece la pena. Un cosmos que no fuera una expresión de
gozo y alegría hace tiempo que habría encontrado ya el modo de autodestruirse,
puesto que no habría tenido el menor motivo para sobrevivir a todas las
adversidades.
Aunque yo esté
dispuesto a sufrir por los seres que amo, no deseo que ellos sufran; de hecho, si estoy dispuesto a sufrir por ellos es,
precisamente, porque no quiero que
sufran. Un universo en el que las
personas que amo deben sufrir para que yo pueda despertar mi amor hacia ellos –o
incluso el amor de Dios-, resulta ciertamente cuestionable. Desde nuestro
limitado punto de vista, un universo en el que el sufrimiento es producto del
error o el fruto de la maldad de un ser invisible representa un verdadero
callejón sin salida. La explicación de una deuda kármica contraída por algún
acto negativo cometido en una encarnación anterior, no es tanto una explicación
como una manera de postergar indefinidamente la situación porque, ¿qué es lo
que indujo a la primera encarnación a obrar mal? A tenor de lo poco que
sabemos, no es posible atribuir al individuo la responsabilidad exclusiva de su
propio sufrimiento porque, en ese nivel, el individuo parece más la víctima que
el agente de su adversidad.
Podríamos representar
nuestra individualidad como una esfera (el ego, la individualidad superficial…)
en cuyo interior se halla inscrita otra (nuestra verdadera identidad,
desconocida para el ego consciente). Desde esta perspectiva, el ego no sería más
que un mero disfraz, un sueño del Yo verdadero. El objetivo final de esta
supuesta religión exigiría el despertar al reconocimiento de nuestro Yo más
profundo y la consiguiente transformación del ego superficial. Quizá por ello
tenemos la extraña y placentera sensación, un recuerdo fugaz que evoca en
nosotros la nostalgia de un paraíso olvidado. Hay veces en que el recuerdo va
mucho más allá y parece retrotraernos a una dimensión mucho más profunda
anterior al tiempo y al espacio. Pero, por más real que parezca se trata de una
sensación difusa y desesperadamente efímera; es algo que se refiere a una dimensión
de nuestra existencia que permanece oculta a nuestros ojos, y solo percibimos
nuestro pequeño ego y nos olvidamos del trasfondo que lo sustenta y en el que
destaca.
Nuestra imaginaria
religión da por sentado el hecho de que el Yo profundo es eterno e
indestructible, por la sencilla razón de que es lo único que realmente existe. Estoy
convencido de que una de las mayores preocupaciones que alberga mi Yo más
profundo es la de poder sumirme en el ritmo, porque la misma esencia de la
existencia es la vibración, la alternancia rítmica del sí y el no, de lo sólido
y lo vacío, de lo positivo y lo negativo… Abandonarse al ritmo constituye un
gozo supremo, y es la interrupción de ese ritmo lo que nos proporciona las
sensaciones de materia, sustancia, peso y consistencia. En este sentido, la
mente parece consistir en la disolución de la actividad en mera materia. Pero el
ritmo solo resulta placentero cuando la interrupción se halla subordinada a la
actividad, y la materia se ve desbordada una y otra vez por la energía. De modo
que, para poder cobrar conciencia del ritmo, el Yo infinito debe interrumpirse,
en cierto modo, a sí mismo.
La lección que podemos extraer de este fantástico
juego en que el intento de llevar nuestros sueños hasta sus últimas
consecuencias, de encontrar una explicación a este universo y de representarnos
de la manera más clara posible la naturaleza de la beatitud eterna, termina
llevándonos precisamente ¡a ocupar más plenamente el lugar en que nos hallamos
ahora mismo! Aunque, para ello, es necesario disipar cualquier rastro de
resentimiento por el sufrimiento pasado y presente y convertirlo en gozo,
despertando y reconociendo que todo forma parte de un sueño deliberado de
nuestro Yo más profundo que se halla inmerso en el deleite eterno.
El hecho de saber –y
de saber que uno sabe- nos obliga a prestar atención y a descomponer el
movimiento de la vida en distintos fragmentos, con la intención de explicarlos
adecuadamente. Pero en el mismo momento en que nuestra atención consigue
explicar el modo en que vivimos, nos movemos, pensamos y hablamos, esos
procesos dejan de ser espontáneos y, a partir de entonces, somo sus únicos
responsables y nos vemos obligados a decidir, a través de un laborioso proceso
mental, el curso de acción más adecuado. Una vez aquí ya no podemos librarnos
de la ansiedad porque nunca más volveremos a estar seguros de qué es lo
correcto, y también nos veremos acosados por una angustiosa y continua sensación
de culpabilidad, porque el hecho de tornarnos responsable de nuestras acciones
va acompañado de la sensación de que, en el fondo, hay algo que no funciona
adecuadamente.
Y ello ocurre porque, en tal caso, empezamos
a jugar a ser dioses y ya no nos contentamos con dejar que nuestra vida
simplemente suceda, sino que empezamos a tratar de controlarla. Pero no sabemos
bien qué hacer. Entonces el dolor dejó de ser extático y se convirtió en un
castigo y comenzamos a sentirnos responsables de la muerte y ésta dejó de ser
una transformación y renovación de la vida, y acabó convirtiéndose en la
evidencia de un fracaso, el precio
del pecado y la manifestación más flagrante de nuestra incompetencia en el
juego de ser dioses.
Pero el problema es que, una vez iniciado
este proceso, ya no existe posible vuelta a tras, porque no se trata de que podamos cambiar el mundo, sino de que
estamos obligados a cambiarlo y no
sabemos cómo hacerlo.
Pero lo peor de
todo es el hecho de que Dios mismo creó esta situación original, este juego del
escondite en el que el Creador parece devenir la criatura. En otro nivel,
implica la contracción de la atención para engendrar la conciencia del ego y la
consiguiente pérdida de fe en nuestros impulsos espontáneos. Es como una espada
flamígera que nos impide reconocer que cada uno de nosotros es ese mismo Dios.
La santidad se
asemeja más a la recuperación de la inocencia y el regreso a la vida de los
impulsos espontáneos, que consiste en vivir plenamente entregados al momento
presente en una especie de alegre espontaneidad y abandono de sí. La persona
plenamente consciente no tiene problema alguno en retornar a la vida de los
impulsos espontáneos, ya que el humor le permite convertir la ansiedad en risa
y transformar así completamente su significado. En última instancia, el humor
sagrado se nutre de la constatación de que el yo es una broma.
El verdadero pecado de Adán fue el de
aspirar a ser Dios, es decir, a doblegar la naturaleza a su voluntad consciente
para controlar su espontaneidad. ¿Seremos capaces de dejar que las cosas
discurran por sí mismas, aun cuando sepamos a ciencia cierta que eso es lo
mejor que podemos hacer?
Como si
participase de una sola mente, el ego consciente también participa del Yo
universal. El Yo universal se halla detrás de nuestro pequeño “yo” sin la menor
necesidad de recordarlo de continuo porque es todo lo que hay y no existe ningún
lugar exterior desde el que poder observarlo; el Yo no tiene necesidad alguna
de conocerse a sí mismo. No tengo, pues, la menos necesidad de angustiarme
porque, en el juego del escondite cósmico, yo soy “Eso”. Soltemos, pues, todas
las apariencias, las desapariciones, las reapariciones, los olvidos, las
aniquilaciones, las transformaciones y las súbitas explosiones de luz
procedentes de ninguna parte. No existe ninguna necesidad de recordar porque, en cualquier caso, soy siempre “yo”
quien está ahí y la misericordiosa muerte me libera una y otra vez del tedio de
la inmortalidad. Tampoco existe la menor necesidad de aferrarse ni creer en
este “yo” fundamental y eterno, porque eso es todo lo que hay y nada existe, ha
existido ni existirá nunca fuera de él.
Es precisamente
entonces cuando me doy cuenta de que yo soy el Ojo porque, como dijo Eckhart, “el
ojo con el que veo a Dios es el mismo ojo con el que Dios me ve a mí”. El “juego”
del Yo consiste en olvidarse, de manera cíclica y regular, de sí mismo en una
creación ilusoria que da origen al mundo de los seres separados, de las cosas y
eventos a los que llamamos cosmos, hasta el punto de que cada uno de ellos
siente que es el único, y concluye cuando el Yo despierta finalmente a su
identidad original.
Alan Watts – El arte de ser Dios