Si el cavernícola
levantara la cabeza, se quedaría estupefacto al comprobar hasta qué punto la
consciencia del ser humano se ha quedado estancada y no ha progresado. Nuestra
mente sigue siendo la del hombre de hace decenas de miles de años. Si la
evolución de la biología es exasperadamente lenta, ¡cuánto más no lo es la da
la consciencia! Seguimos detenidos en un estado de consciencia crepuscular y en
la mente humana siguen anidando con todo vigor la ofuscación, la avidez
desmedida y el odio. El progreso exterior no se ha visto correspondido por el
progreso interior, y de ahí que se esté produciendo una inevitable
esquizofrenización. El mayor enemigo sigue estando en la mente del ser humano.
Estamos muy lejos todavía
de la conquista de una mente clara y un corazón tierno. No hay genuina
inteligencia, no hay verdadero amor. Aunque no hay mayor felicidad, ni más
estable, que la paz interior, es como si pusiéramos todos los medios para no
conseguirla. Vivimos de espaldas a nuestro sol interno y nos preguntamos por
qué estamos a oscuras. Sin quietud todo pierde su valor, todo palidece. No ponemos
los medios para recuperar nuestro “punto de quietud”, sino que nos enredemos
cada vez en mayor grado en la egorrealización y frenamos nuestro
desenvolvimiento interior. Los logros solo en lo externo pueden “satisfacer”
únicamente a aquellos que tienen una visión muy esclerótica de la existencia.
Para aquellos que la mente
no está completamente empañada, hay una Vía hacia la quietud, hacia la visión
cabal y hacia la clara comprensión que libera de las trabas mentales. Solo
desde la quietud que emerge cuando el pensamiento se acalla y nos conectamos
con el espacio de renovado vacío, que está más allá del núcleo de caos y de
confusión, puede desencadenarse la visión de los fenómenos tal y como son,
desde la pureza de la mente.
Desde el ángulo de quietud,
el aprendizaje y el desaprendizaje para volver a aprender se suceden y se
producen de momento en momento. Dejamos que la mente muera cada noche para que
nazca cada mañana. Así estrenamos mente y estrenamos vida. Aprendemos a hacer
desde ese inmaculado y pleno vacío interior, que nada puede herir.
Desde la perspectiva de la
consciencia de ser, podremos afincarnos más en la voluntad de ser que de
aparentar o someter, más en lo propio y genuino que en lo adquirido. El punto
de quietud que nos proponemos conseguir tenemos que trasladarlo a la vida
cotidiana y mantenerlo como el tornado mantiene en su propio centro un estado
de calma. Con intención y ecuanimidad bien establecidas logramos residir en la
consciencia de puro ser en su estado natural.
Si estamos atentos, la
vida se convierte en objeto de meditación. Desde el punto de quietud, podemos
contemplar los fenómenos cómo surgen y cómo se desvanecen, sin que el
“contemplador” se involucre tanto en lo contemplado. Ese punto de quietud se
vuelve un eje o terreno seguro en el que mantenerse retirado y equilibrado. Una
parte de nosotros logra permanecer detrás del escenario psicológico y del
escenario existencial. Ese espacio de quietud es un reducto de cordura y
armonía. Es la naturaleza pura o perfecto equilibrio, allende la pasión
encadenante y la inercia que ofusca la mente.
Cuando el buscador llega a
su “punto de saturación”, es decir, cuando experimenta la inevitable pesadumbre
de lo existencial, se decide viajar hacia la quietud. En la quietud halla un
espacio de equilibrio.
En ese centro, que es pureza, explosiona la
visión clara y uno contempla, imperturbablemente, el juego de la creación. Es
una contemplación sin reacción, donde uno comprueba que es parte de se
enajenante juego, pero que puede ser más que un juguete o marioneta en ese
juego. Solo la consciencia pura puede dar el gran salto más allá de la película
existencial y sustraerse a las fuerzas ciegas de la creación. El “espectador”
deja de ser el espectáculo, descubre los trucos del Ilusionista. Instalado en
la poderosa energía del vacío, ve sin dejarse concernir alienadamente por la
película de los fenómenos externos, ni por la película de su propio complejo
psicomental.
En la fuente del
pensamiento se halla el “punto de quietud”, la cámara del vacío inmaculado, y
más allá está el “punto sin retorno”, donde uno descubre que nunca ha sido ni
no ha sido, y donde uno conecta con la energía sin límites que permite estar en
el mundo sin estar en él.
Ramiro Calle – El Libro de los Yogas
No hay comentarios:
Publicar un comentario