De
todas las enseñanzas que la vida me ha proporcionado, la más acerba, más
inquietante, más irritante para mí ha sido convencerme de que la especie menos
frecuente sobre la tierra es la de los hombres veraces. Yo he buscado en torno,
con mirada suplicante de náufrago, los hombres a quienes importase la verdad,
lo que las cosas son por sí mismas, y apenas he hallado alguno.
Sí;
congoja de ahogo siento, porque un alma necesita respirar almas afines, y quien
ama sobre todo la verdad necesita respirar aire de almas veraces. No he hallado
en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él
es, dispuestos solo a usar de las cosas como les conviene.
Hace
falta, pues, afirmarse de nuevo en la obligación de la verdad, en el derecho de
la verdad.
Vivimos
entre antítesis; la religión se opone a la ciencia, la virtud al placer, la
sensibilidad fina y estudiada al buen vivir espontáneo, la idea a la mujer, el
arte al pensamiento… Alguien, al ponernos sobre el planeta, ha tenido el propósito
de que sea nuestro corazón una máquina de preferir. Nos pasamos la vida
eligiendo entre lo uno o lo otro. ¡Un penoso destino! ¡Prolongado, insistente
tragedia!... y aunque elijamos lo que nos parece mejor, siempre dejamos en
nuestra apetencia un hueco que debió llenarse con aquel otro bien propuesto. Ahora
bien, las gentes suelen mostrarse demasiado presurosas en decidirse por lo
mejor: olvidan que cada acto de preferencia abre, a la vez, una oquedad en
nuestra alma. No, no prefiramos; mejor dicho, prefiramos no preferir. No renunciemos
de buen ánimo a gozar de lo uno o lo otro; religión y ciencia, virtud y placer,
cielo y tierra… Cada hombre debe pensar que es él el llamado a resolverlas.
El
triunfar en la sociedad es un síntoma, a veces, inequívoco de una cierta clase
de virtudes: al hombre que lo consigue solemos llamar eficaz, decimos que sirve,
y la eficacia es un valor positivo, que estoy muy lejos de negar. Pero me
parece una perversión de nuestro tiempo que ese valor sea el único estimado o,
cuando menos, el más estimado. Merced a ello hemos desalojado del mundo todo lo
exquisito, porque todo lo exquisito – ¡qué le vamos a hacer! – es socialmente
ineficaz. La virtud de emocionarse delicadamente es, por ejemplo, una de las
cosas más altas que cabe imaginar; pero en la mecánica que hoy rige las
sociedades humanas solo es útil para sucumbir. Quien acierta a escribir sin retórica es
un gran escritor. Esto es, en ética como en estética, la esencia del pecado:
querer ser tenido por lo que no se es. Y la retórica es ese pecado de no ser
fiel a sí mismo, la hipocresía en arte.
La
democracia, como democracia, es decir, estricta y exclusivamente como norma del
derecho político, parece una cosa óptima. Pero la democracia exasperada y fuera
de sí, la democracia en religión o arte, la democracia en el pensamiento y en
el gesto, la democracia en el corazón y la costumbre, es el más peligroso morbo
que puede padecer una sociedad. Como la democracia es una forma jurídica, al
hacer de ella principio integral de la existencia se engendran las mayores
extravagancias. Lo que hoy se llama democracia es una degeneración de los
corazones.
Vivimos
rodeados de gente que no se estiman a sí mismas… quisieran que a toda prisa
fuese decretada la igualdad entre los hombres, ambicionan la declaración de que
todos los hombres somos iguales en talento, sensibilidad, delicadeza y altura
cordial.
Periodistas,
profesores y políticos sin talento componen, por tal razón, el Estado Mayor de
la envidia. Lo que hoy llamamos “opinión pública” y “democracia” no es en gran
parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas.
El
hombre de tacto se complace en faltar de cuando en cuando a las normas que él
mismo se ha impuesto, en quebrar su efectiva ejemplaridad, a fin de dejar un
breve hueco entre su vida y la perfección abstracta que le sirve de meta. Nuestra
existencia no debe ser un paradigma, sino un sesgado curso entre los modelos
que a la vez nos aproxima a ellos y gentilmente los evita.
Cuando
no hay alegría el alma se retira a un rincón de nuestro cuerpo y hace de él su
cubil. De cuando en cuando da un aullido lastimero o enseña los dientes a las
cosas que pasan. Y todas las cosas me parece que hacen camino rendidas bajo el
fardo de su destino y que ninguna tiene vigor bastante para danzar con él sobre
los hombros. La vida nos ofrece un panorama de universal esclavitud. Ni el árbol
trémulo, ni la sierra que incorpora vacilante su pesadumbre, ni el viejo
monumento que perpetúa en vano su exigencia de ser admirado, ni el hombre que,
ande por donde ande, lleva siempre el semblante de estar subiendo una cuesta,
nada, nadie manifiesta mayor vitalidad que la estrictamente necesaria para
alimentar su dolor y sostener en pie su desesperación.
Muy
especialmente si la falta de alegría proviene de un dolor físico, percibimos
con extraña evidencia la línea negra que limita cada ser y lo encierra dentro
de sí, sin ventanas hacia fuera. Y como la gracia y la alegría y el lujo de las
cosas consisten en los reflejos innumerables que las unas lanzan sobre las
otras y de ellas reciben, la sospecha de su soledad radical parece rebajar el
peso del mundo… y presentimos que hay dondequiera oculto un vacío que alguien
se entretiene en punzar rítmicamente. En la estrella, en la ola marina, en el
corazón del hombre da su latido a compás el dolor inagotable.
No
podemos ver nada claro en este sublime asunto de la felicidad –decidme: ¿hay otro, por
ventura, más importante? –, si no comenzamos por advertir que frente a las
cosas es el sujeto una pura actividad. Llámesele alma, conciencia, espíritu o
como se quiera, eso que somos consiste en un haz de actividades, de las cuales
unas se ejecutan y otras aspiran a ejercerse. Consistimos, pues, en un
potencial de actos: vivir es ir dando salida a ese potencial, es ir convirtiéndolo
en actuación. Dicho de otra manera: somos un poder ver, un poder gustar y oír,
un poder recordar, un poder entristecernos y alegrarnos, llorar o reír, un
poder amar y odiar, imaginar, saber, dudar, creer, desear y temer.
¿Cómo
es posible que imaginemos la felicidad con el semblante del sueño, que es la
negación de todo eso?
Si
en los momentos de infelicidad, cuando el mundo nos parece vacío y todo sin
sugestiones, nos preguntan qué es lo que más ambicionamos, creo yo que
contestaríamos: salir de nosotros mismos, huir de este espectáculo del yo
agarrotado y paralítico. Y envidiamos los seres ingenuos, cuya conciencia nos
parece verterse íntegra en lo que están haciendo, en el trabajo de su oficio,
en el goce de su juego o de su pasión. La felicidad es estar fuera de sí –pensamos–.
De
lo que llevo dicho se desprende que en ese estar fuera de sí consiste
precisamente el vivir espontáneo, el ser, y que, al entrar dentro de sí, el
hombre deja de vivir y de ser, y se encuentra frente a frente con el lívido
espectro de sí mismo.
El
hombre no puede vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su espíritu
hasta el punto de desear morir por ello. ¿Quién no descubre dentro de sí la
evidencia de esta paradoja? Lo que no nos incita a morir, no nos excita a
vivir. Ambos resultados, en apariencia contradictorios son, en verdad, los dos
haces de un mismo espíritu. Solo nos empuja irresistiblemente hacia la vida lo
que por entero inunda nuestra cuenca interior. Renunciar a ello sería para
nosotros mayor muerte que con ello fenecer. Por esta razón, yo no he podido
sentir nunca hacia los mártires admiración, sino envidia. Es más fácil lleno de
fe morir que exento de ella arrastrarse por la vida.
La
muerte regocijada es el síntoma de toda cultura vivaz y completa, donde las
ideas tienen eficacia para arrebatar los corazones.
José
Ortega y Gasset – El Espectador
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