Uno tiene la angustia, la
desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de
encontrarse perdido, sin brújula, sin luz adonde dirigirse. ¿Qué se hace con la
vida? ¿Qué dirección se le da? Si la vida fuera tan fuerte que le arrastrara a
uno, el pensar sería una maravilla, algo como para el caminante detenerse y
sentarse a la sombra de un árbol, algo como penetrar en un oasis de paz; pero
la vida es estúpida, y el pensamiento se llena de terrores como compensación a
la esterilidad emocional de la existencia.
Antes para mí era una gran
pena considerar el infinito del espacio, creer el mundo inacabable me producía
una gran impresión; pensar que al día siguiente de mi muerte el espacio y el
tiempo seguirían existiendo, me entristecía, y eso que consideraba que mi vida
no es una cosa envidiable, pero cuando llegué a comprender que la idea del
espacio y el tiempo son necesidades de nuestro espíritu, pero que no tienen
realidad, cuando me convencí que el espacio y el tiempo no significan nada; por
lo menos que la idea que tenemos de ellos puede no existir fuera de nosotros,
me tranquilicé.
Para mí es un consuelo
pensar que, así como nuestra retina produce los colores, nuestro cerebro
produce las ideas de tiempo, de espacio y de causalidad. Acabado nuestro
cerebro, se acabó el mundo. Ya no sigue el tiempo, ya no sigue el espacio, ya
no hay encadenamiento de causas. Se acabó la comedia, pero definitivamente.
Podemos suponer que un tiempo y un espacio sigan para los demás. Pero, ¿eso qué
importa, si no es nuestro, que es el único real?
¿Qué duda cabe que el
mundo que conocemos es el resultado del reflejo de la parte de cosmos del
horizonte visible en nuestro cerebro? Este reflejo unido, contrastado, con las
imágenes reflejadas en los cerebros de los demás hombres que han vivido y que
viven, es nuestro conocimiento del mundo. ¿Es así, en realidad, fuera de
nosotros? No lo sabemos, no lo podemos saber jamás.
En el fondo estoy
convencido de que la verdad en bloque es mala para la vida. Esa anomalía de la Naturaleza que se llama
la vida necesita estar basada en el capricho, en la mentira. La voluntad, el
deseo de vivir, es tan fuerte en el animal como en el hombre. En el hombre es
mayor la comprensión. A más comprender corresponde menos desear. La apetencia
por conocer se despierta en los individuos que aparecen al final de una
evolución, cuando el instinto de vivir languidece. El hombre, cuya necesidad es
conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El individuo
sano, fuerte, no ve las cosas como son porque no le conviene. Está dentro de
una alucinación. El individuo o el pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes
como los antiguos dioses cuando se aparecían a los mortales. El instinto vital
necesita de la ficción para afirmarse. La ciencia entonces, el instinto de
crítica, el instinto de averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de
mentira que se necesita para la vida.
En el Génesis, Dios le
dijo a Adán: “Puedes comer todos los frutos del jardín; pero cuidado con el
fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que te comas
ese fruto morirás”. Y Dios, seguramente añadió: “Comed del árbol de la vida,
sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente, pero
no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia
a mejorar que os destruirá”. Hoy, después de siglos de dominación semítica, el
mundo vuelve a la cordura, y la verdad aparece como una aurora pálida de los
temores de la noche.
En la ciencia, en la
filosofía, Kant ha sido el gran destructor de la mentira greco-semítica. Él se
encontró con esos dos árboles bíblicos y fue apartando las ramas del árbol de
la vida que ahogaban el árbol de la ciencia. Tras él no queda nada en el mundo
de las ideas más que un camino estrecho y penoso: la ciencia. Detrás de él
viene otro destructor, Schopenhauer, que no quiso dejar en pie los subterfugios
que el maestro sostuvo amorosamente por falta de valor. Kant pide por
misericordia que esa gruesa rama del árbol de la vida que se llama libertad,
responsabilidad, derecho, descanse junto a las ramas del árbol de la ciencia
para dar perspectivas a la mirada del hombre. Schopenhauer aparta esa rama, y
la vida aparece como una cosa oscura y ciega, potente y jugosa, sin justicia,
sin bondad, sin fin; una corriente llevada por una fuerza X, que él llama
voluntad y que, de cuando en cuando, en medio de la materia organizada, produce
un fenómeno secundario, una fosforescencia cerebral, un reflejo, que es la
inteligencia. En estas circunstancias, el instinto vital, todo actividad y
confianza, se siente herido, y tiene que reaccionar. Y reacciona: vida y
verdad, voluntad e inteligencia.
Esa destrucción no es
sistemática ni vengativa; es llevar el análisis a todo; es ir disociando las
ideas tradicionales para ver qué nuevos aspectos toman. Los semitas inventaron
un paraíso materialista en el principio del hombre; el cristianismo colocó el
paraíso al final y fuera de la vida del hombre, y los anarquistas ponen su
paraíso en la vida y en la tierra. En todas partes y en todas épocas los
conductores de hombres son prometedores de paraísos. Pero alguna vez tenemos
que dejar de ser niños; alguna vez tenemos que mirar a nuestro alrededor con
serenidad. ¡Cuántos temores no nos ha quitado de encima el análisis! Ya no hay
monstruos en el seno de la noche, ya nadie nos acecha. Con nuestras fuerzas
vamos siendo dueños del mundo.
Para llegar a dar a los
hombre una regla común, una disciplina, una organización, se necesita una fe,
una ilusión, algo que, aunque sea una mentira salida de nosotros mismos,
parezca una verdad llegada de fuera. Si yo me sintiera con energía haría una
milicia: la Compañía
del Hombre. Esta Compañía tendría la misión de enseñar el valor, la serenidad,
el reposo; de arrancar toda tendencia a la humildad, a la renunciación, a la
tristeza, al engaño, a la rapacidad, al sentimentalismo…
Pío Baroja – El Árbol de la Ciencia
No hay comentarios:
Publicar un comentario