miércoles, 23 de abril de 2014

El peligro de jugar a ser Dios (Alan Watts)



Resulta necesario poner en cuestión el hecho de que Dios sea absolutamente serio o, dicho de otro modo, si nos hallamos en un universo en el que existe la posibilidad real de ser condenados por toda la eternidad o si, por el contrario, la verdadera cuestión no gira en torno al hecho de ser o no ser. El único nivel en el que podemos hallar una respuesta a esta cuestión es el de la experiencia personal, solo ahí podemos confiar en la palabra de Dios, dejar de formularnos preguntas impertinentes y postrarnos a sus pies o también podemos, por el contrario, desafiarle y aguardar temerosos o impertérritos su airada respuesta.

Tal vez parezca que la soberbia es la que lleva al ser humano a rebelarse contra la autoridad divina, a negarse a que el Amor entre en su corazón y a reprimir la voz interior del arrepentimiento. Pero lo cierto es que, si existiera un ser humano con el coraje espiritual como para rebelarse, su rebeldía no estaría tan dirigida  contra Dios como contra maya, porque lo que resulta inadmisible es que la Realidad Última del universo se reduzca a la agonía, la tragedia, la muerte, el infierno, el miedo y la nada. Pero, por encima de todo, lo verdaderamente inadmisible es la separatividad, la aparente distinción absoluta entre el ser humano y el cosmos, entre la criatura y su creador.
   Me parece mucho más sencillo pensar que nunca ha habido universo alguno que creer que el juego no merece la pena. Un cosmos que no fuera una expresión de gozo y alegría hace tiempo que habría encontrado ya el modo de autodestruirse, puesto que no habría tenido el menor motivo para sobrevivir a todas las adversidades.



Aunque yo esté dispuesto a sufrir por los seres que amo, no deseo que ellos sufran; de hecho, si estoy dispuesto a sufrir por ellos es, precisamente, porque no quiero que sufran.  Un universo en el que las personas que amo deben sufrir para que yo pueda despertar mi amor hacia ellos –o incluso el amor de Dios-, resulta ciertamente cuestionable. Desde nuestro limitado punto de vista, un universo en el que el sufrimiento es producto del error o el fruto de la maldad de un ser invisible representa un verdadero callejón sin salida. La explicación de una deuda kármica contraída por algún acto negativo cometido en una encarnación anterior, no es tanto una explicación como una manera de postergar indefinidamente la situación porque, ¿qué es lo que indujo a la primera encarnación a obrar mal? A tenor de lo poco que sabemos, no es posible atribuir al individuo la responsabilidad exclusiva de su propio sufrimiento porque, en ese nivel, el individuo parece más la víctima que el agente de su adversidad.

Podríamos representar nuestra individualidad como una esfera (el ego, la individualidad superficial…) en cuyo interior se halla inscrita otra (nuestra verdadera identidad, desconocida para el ego consciente). Desde esta perspectiva, el ego no sería más que un mero disfraz, un sueño del Yo verdadero. El objetivo final de esta supuesta religión exigiría el despertar al reconocimiento de nuestro Yo más profundo y la consiguiente transformación del ego superficial. Quizá por ello tenemos la extraña y placentera sensación, un recuerdo fugaz que evoca en nosotros la nostalgia de un paraíso olvidado. Hay veces en que el recuerdo va mucho más allá y parece retrotraernos a una dimensión mucho más profunda anterior al tiempo y al espacio. Pero, por más real que parezca se trata de una sensación difusa y desesperadamente efímera; es algo que se refiere a una dimensión de nuestra existencia que permanece oculta a nuestros ojos, y solo percibimos nuestro pequeño ego y nos olvidamos del trasfondo que lo sustenta y en el que destaca.



Nuestra imaginaria religión da por sentado el hecho de que el Yo profundo es eterno e indestructible, por la sencilla razón de que es lo único que realmente existe. Estoy convencido de que una de las mayores preocupaciones que alberga mi Yo más profundo es la de poder sumirme en el ritmo, porque la misma esencia de la existencia es la vibración, la alternancia rítmica del sí y el no, de lo sólido y lo vacío, de lo positivo y lo negativo… Abandonarse al ritmo constituye un gozo supremo, y es la interrupción de ese ritmo lo que nos proporciona las sensaciones de materia, sustancia, peso y consistencia. En este sentido, la mente parece consistir en la disolución de la actividad en mera materia. Pero el ritmo solo resulta placentero cuando la interrupción se halla subordinada a la actividad, y la materia se ve desbordada una y otra vez por la energía. De modo que, para poder cobrar conciencia del ritmo, el Yo infinito debe interrumpirse, en cierto modo, a sí mismo.
   La lección que podemos extraer de este fantástico juego en que el intento de llevar nuestros sueños hasta sus últimas consecuencias, de encontrar una explicación a este universo y de representarnos de la manera más clara posible la naturaleza de la beatitud eterna, termina llevándonos precisamente ¡a ocupar más plenamente el lugar en que nos hallamos ahora mismo! Aunque, para ello, es necesario disipar cualquier rastro de resentimiento por el sufrimiento pasado y presente y convertirlo en gozo, despertando y reconociendo que todo forma parte de un sueño deliberado de nuestro Yo más profundo que se halla inmerso en el deleite eterno.

El hecho de saber –y de saber que uno sabe- nos obliga a prestar atención y a descomponer el movimiento de la vida en distintos fragmentos, con la intención de explicarlos adecuadamente. Pero en el mismo momento en que nuestra atención consigue explicar el modo en que vivimos, nos movemos, pensamos y hablamos, esos procesos dejan de ser espontáneos y, a partir de entonces, somo sus únicos responsables y nos vemos obligados a decidir, a través de un laborioso proceso mental, el curso de acción más adecuado. Una vez aquí ya no podemos librarnos de la ansiedad porque nunca más volveremos a estar seguros de qué es lo correcto, y también nos veremos acosados por una angustiosa y continua sensación de culpabilidad, porque el hecho de tornarnos responsable de nuestras acciones va acompañado de la sensación de que, en el fondo, hay algo que no funciona adecuadamente.
   Y ello ocurre porque, en tal caso, empezamos a jugar a ser dioses y ya no nos contentamos con dejar que nuestra vida simplemente suceda, sino que empezamos a tratar de controlarla. Pero no sabemos bien qué hacer. Entonces el dolor dejó de ser extático y se convirtió en un castigo y comenzamos a sentirnos responsables de la muerte y ésta dejó de ser una transformación y renovación de la vida, y acabó convirtiéndose en la evidencia de un fracaso, el precio del pecado y la manifestación más flagrante de nuestra incompetencia en el juego de ser dioses.
   Pero el problema es que, una vez iniciado este proceso, ya no existe posible vuelta a tras, porque no se trata de que podamos cambiar el mundo, sino de que estamos obligados a cambiarlo y no sabemos cómo hacerlo.



Pero lo peor de todo es el hecho de que Dios mismo creó esta situación original, este juego del escondite en el que el Creador parece devenir la criatura. En otro nivel, implica la contracción de la atención para engendrar la conciencia del ego y la consiguiente pérdida de fe en nuestros impulsos espontáneos. Es como una espada flamígera que nos impide reconocer que cada uno de nosotros es ese mismo Dios.

La santidad se asemeja más a la recuperación de la inocencia y el regreso a la vida de los impulsos espontáneos, que consiste en vivir plenamente entregados al momento presente en una especie de alegre espontaneidad y abandono de sí. La persona plenamente consciente no tiene problema alguno en retornar a la vida de los impulsos espontáneos, ya que el humor le permite convertir la ansiedad en risa y transformar así completamente su significado. En última instancia, el humor sagrado se nutre de la constatación de que el yo es una broma.
   El verdadero pecado de Adán fue el de aspirar a ser Dios, es decir, a doblegar la naturaleza a su voluntad consciente para controlar su espontaneidad. ¿Seremos capaces de dejar que las cosas discurran por sí mismas, aun cuando sepamos a ciencia cierta que eso es lo mejor que podemos hacer?



Como si participase de una sola mente, el ego consciente también participa del Yo universal. El Yo universal se halla detrás de nuestro pequeño “yo” sin la menor necesidad de recordarlo de continuo porque es todo lo que hay y no existe ningún lugar exterior desde el que poder observarlo; el Yo no tiene necesidad alguna de conocerse a sí mismo. No tengo, pues, la menos necesidad de angustiarme porque, en el juego del escondite cósmico, yo soy “Eso”. Soltemos, pues, todas las apariencias, las desapariciones, las reapariciones, los olvidos, las aniquilaciones, las transformaciones y las súbitas explosiones de luz procedentes de ninguna parte. No existe ninguna necesidad de recordar porque, en cualquier caso, soy siempre “yo” quien está ahí y la misericordiosa muerte me libera una y otra vez del tedio de la inmortalidad. Tampoco existe la menor necesidad de aferrarse ni creer en este “yo” fundamental y eterno, porque eso es todo lo que hay y nada existe, ha existido ni existirá nunca fuera de él.

Es precisamente entonces cuando me doy cuenta de que yo soy el Ojo porque, como dijo Eckhart, “el ojo con el que veo a Dios es el mismo ojo con el que Dios me ve a mí”. El “juego” del Yo consiste en olvidarse, de manera cíclica y regular, de sí mismo en una creación ilusoria que da origen al mundo de los seres separados, de las cosas y eventos a los que llamamos cosmos, hasta el punto de que cada uno de ellos siente que es el único, y concluye cuando el Yo despierta finalmente a su identidad original.



Alan Watts – El arte de ser Dios


2 comentarios:

  1. Hola amigo Manulondra.
    Sesudas reflexiones para una tarde de primavera. Yo hace tiempo que me limito a sobrevivir buscando en cada momento la felicidad, no solo para mi, sino también para la gente a la que quiero. Lo demás no me preocupa en absoluto, así de cómoda me he vuelto con los años.
    Me chocó la cita de Sanchez Dragó, para mi un tipo prepotente y "saborío" a más no poder, jejeje.
    Un fuerte abrazo, amigo.

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  2. !Hola, querida Carmen! Precisamente lo que dices tiene respuesta en el texto: vivir plenamente el momento presente, sin perder o más bien recuperando la espontaneidad y no querer controlarlo todo, no dejar que la mente se haga dueña de nosotros. Por ahí apunta el autor el peligro de querer ser como Dios, porque no sabemos bien qué hacer si dejamos que la mente lo controle todo y, a fin de cuentas, toda la vida es como un juego.

    En cuanto a las citas, no le doy importancia a que la persona en concreto sea chocante o no me caiga bien por su prepotencia. Particularmente Dragó no le cae bien a casi nadie, pero si creo que acierta en su reflexión y viene al caso, dejo de lado mi apreciación sobre su personalidad externa. Dice que toda la vida ha luchado por destrozar su ego para que emerja el yo profundo. Puede que aún no lo haya conseguido y su fuerte ego se manifieste con dureza oscureciendo sus otras virtudes. En general, casi nadie lo consigue jamás, y son los personajes "famosos" en quienes más se nota. Leí hace poco que aquellos que se quedan a medio camino en el arduo sendero de la espiritualidad llegan a caer más bajo que los que ni siquiera lo emprenden. Frustrante y sufrido debe ser para aquel que ha vislumbrado cierta alta "sabiduría" pero que se ve obligado a regresar a la realidad. Puede que entonces le sea muy difícil evitar ese aire de superioridad sobre el común de los mortales.de todas formas, para cada uno su "cruz".

    Nos seguimos leyendo, un fuerte abrazo.

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