jueves, 24 de abril de 2014

Ser Uno con el Tao (Giuseppe Tucci)



El Taoísmo se preocupa no solo de indagar qué puesto ocupa el hombre en el angustiado problema del universo, sino que sobre todo dirige su atención hacia el mundo interior, inculcando que ninguna victoria tiene tanto valor como la victoria sobre sí mismo, y que todavía más que predicar a los demás, vale pensar directamente por nosotros mismos en nuestro perfeccionamiento.
   Para que el hombre pueda rebelarse contra el yugo de la tradición y la coerción de la costumbre es necesario que posea no solo dotes de espíritu fuera de la común, sino también el hábito de la reflexión que se determina, sobre todo, extrañándose de los hombres: mientras nuestra actividad esté absorbida casi por completo por preocupaciones contingentes y materiales, nunca tendremos la posibilidad y el tiempo de permitirnos el pensativo recogimiento, mediante el cual se consigue una mejor consciencia de nosotros mismos y una clara noción de nuestra propia personalidad.

El Taoísmo, en su formulación originaria, no conoce a Dios, ni el creyente debe pensar en su salud ultraterrena. Sus preocupaciones se refieren únicamente a la vida que se vive, en el breve espacio de años que el destino asigna; su doctrina no quiere ser otra cosa que una terapéutica moral, intelectual y también física que ponga a los individuos en condiciones de vivir su vida más completa y plena, verdaderamente felices, por encima de todas las pasiones.

Consecuencia de la Concepción del Equilibrio Cósmico, el mundo es un inmenso organismo cuyas partes singulares están coaligadas por una simpática y misteriosa correspondencia, por la cual el equilibrio de las partes determina el equilibrio del todo. Todo cuanto ocurre en el mundo demuestra la existencia de algo que todo lo gobierna y por razón del cual todo es. Y este algo es el Tao, indefinible y capaz solo de atributos negativos, porque trasciende los límites de lo cognoscible. Puede ser sinónimo de Universo que, siendo el Tao en acción, se identifica con él; pero eso implica aquella ley inmanente en Él por la cual crea y reabsorbe en sí la infinita variedad de la realidad contingente, por la cual el individuo siente en sí mismo, como en toda cosa creada, la presencia inmanente del Tao, en la cual todo es y deviene.



Pues si en todo está el Tao, todo es divino, así en nosotros como fuera de nosotros. Nace de esto una íntima y profunda comprensión de la naturaleza. El mundo es un gran concierto, en el cual las más variadas notas se funden en una sublime armonía, que suscita dulzuras infinitas en el espíritu del contemplador; estado inefable en que, frente a la inmensidad de la naturaleza, en el gran templo del infinito, el alma parece dilatarse en el universo en una ascensión luminosa y, rotos los confines de la vida individual, salir mediante la contemplación a la unidad del Todo: esta facultad de poder entender el misterioso lenguaje con que nos hablan criaturas y cosas, esa trépida excitación frente al misterio del universo, la serena alegría de la virtud que se revela, el dulce naufragio en el gran mar del ser.

Todo ser está compuesto de materia atómicamente divisible y de energías y fuerzas que ningún cuchillo podrá nunca seccionar y ningún instrumento medir; materia y fuerzas por las que nace y vive el universo infinito y eterno, en el que se desarrolla el Tao y son, por ello, el Tao mismo. Todo individuo no es más que una onda en este océano sin orillas, de la misma agua de que están hechas las demás ondas infinitas, que se diferencian solo en forma y duración, impresas por el viento, que de vez en cuando las suscita y las hace desaparecer. Con la muerte la materia retorna a la materia, la energía a la energía, para emanar de nuevo nuevas existencias eternamente. Y esta transformación es el Tao, cuya fuerza arrastra a las cosas de estado en estado. Lo que los hombres llamamos muerte no es otra cosa que un retorno, una continua vicisitud de manifestaciones y reabsorciones en el Tao.



Pero en este perenne mudar de formas, en este devenir y fluctuar que no tiene fin, la vida individual no tiene mayor consistencia que un sueño. El Taoísmo habla más a la mente que al corazón, es una religión accesible solo a los espíritus cultos y educados. No quiere la fe por la que creer, sino la investigación y la iluminación. El conocimiento del Tao, que solo se alcanza con el estudio, la contemplación y el recogimiento; después nos corresponde modelar nuestra conducta según las verdades que se nos han revelado. Medio de liberación que es la ciencia del alma humana y de la real naturaleza de este mundo en que vivimos y de las causas que provocan nuestro dolor y nuestra infelicidad. El fin del hombre es la beatitud, que solo se podrá conseguir cuando la ciencia que se ha logrado llegue a trocarse en norma de vida de nuestra conducta, que se lleve a la práctica.

El verdadero tesoro que el sabio no se cansa de ambicionar está en nosotros mismos, y consiste en sentirse y ser superior a todo el enfermizo mundo de deseos y pasiones que infaliblemente engendran angustias y dolores para nosotros, vanamente ilusionados con poder llegar por ellos a una felicidad que tanto más se aleja cuanto más creemos haberla alcanzado. Que no por eso reniega de la vida; antes bien, desea el goce más pleno, ese sano y regulado desarrollo de todas nuestras actividades físicas y mentales que cuadran y coinciden con las leyes universales. De aquí esa  superioridad serena que caracteriza al sabio taoísta, que vive en este mundo, desempeña entre sus inquietos semejantes las funciones más humildes o los oficios más importantes con igual naturalidad, sin perder la calma. No conoce la absurda teoría de lugares de beatitud y pena eterna que arrojan una dudosa luz sobre la pretendida justicia del dios de las gentes.

No hay ninguna relación entre la brevedad de la vida humana y la eternidad, del premio o del castigo, la personalidad humana acaba con la muerte. El Taoísmo tiene una idea demasiado pura y profunda de lo divino como para confinar en los angostos límites de una proyección de nuestro imperfecto yo, el infinito e inefable misterio que el espíritu puede tácitamente adorar, pero que la razón no podrá nunca anatomizar.

Los presupuestos filosóficos del Taoísmo no solo sirven para satisfacer la inagotable curiosidad del intelecto humano, sino para librar a nuestra alma de todo lo que es falso y vano, y para hacer posible a nuestro espíritu la serena beatitud, que constituye la anhelada meta de todas las escuelas.



Giuseppe Tucci – Apología del Taoísmo





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