viernes, 30 de octubre de 2015

Reencarnación, una teoría moderna (René Guenon)



  
Lo cierto es que ninguna doctrina tradicional auténtica ha hablado jamás de la reencarnación, y ésta no es más que una invención moderna y occidental. Esta teoría fue adoptada del espiritismo francés en primer lugar por el teosofismo y luego por el ocultismo papusiano y otras diversas escuelas, que han hecho de ella uno de sus artículos de fe. 
    Debemos decir que las objeciones formuladas normalmente contra la teoría reeencarnacionista apenas son más determinantes que las razones invocadas para apoyarla; ello se debe, en gran medida, a que los adversarios y los partidarios de la reencarnación se sitúan igualmente sobre un terreno moral y sentimental. Lamentablemente, hay mucho más que decir contra la reencarnación, ya que se puede establecer su absoluta imposibilidad.

El término reencarnación debe ser distinguido de dos términos que tienen un significado totalmente diferente, y que son los de “metempsicosis” y “transmigración, muy bien conocidos por los antiguos, como aún lo son de los orientales, pero que los occidentales modernos, inventores de la reencarnación, ignoran absolutamente.
    Está claro que cuando se habla de reencarnación, esto significa que el ser que ya ha estado encarnado retoma un nuevo cuerpo, es decir, vuelve al estado por el cual ya ha pasado; por otra parte, se admite que ello concierne al ser real y completo, y no simplemente a los elementos más o menos importantes que han podido entrar en su constitución. Aparte de estas dos condiciones, no puede en absoluto tratarse de reencarnación; ahora bien, la primera la distingue esencialmente de la transmigración, y la segunda no la diferencia menos profundamente de la metempsicosis, en el sentido en que era especialmente entendida por los órficos y los pitagóricos.

Podemos decir (con respecto al término metempsicosis) que hay en el hombre elementos psíquicos que se disocian tras la muerte, y que pueden pasar entonces a otros seres vivos, hombres o animales, sin que por ello tenga más importancia, en el fondo, que el hecho de que, tras la disolución del cuerpo, los elementos que lo componían pueden servir para formar otros cuerpos; en ambos casos, se trata de elementos mortales del hombre, y no de la parte imperecedera que es su ser real, y que en absoluto es afectada por esas mutaciones póstumas.



En cuanto a la transmigración, esta vez se trata efectivamente del ser real, aunque no es para él un retorno al mismo estado de existencia, retorno que si pudiera tener lugar, sería quizá una “migración” si se quiere, pero no una “transmigración”. De lo que se trata es, por el contrario, del paso del ser a otros estados de existencia, definidos por condiciones completamente distintas de aquellas a las cuales está sometida la individualidad humana.
   Quien dice transmigración dice esencialmente cambio de estado; entendida según el sentido ofrecido por la metafísica pura, es lo que permite rechazar de forma absoluta y definitiva la idea de reencarnación. Debe quedar claro que un mismo ser no puede tener dos existencias en el mundo corporal, poco importa que sea sobre la tierra o sobre cualquier otro astro, poco importa además que sea en tanto que ser humano o, según las falsas concepciones de la metempsicosis, bajo cualquier otra forma, animal, vegetal o incluso mineral; poco importa que se trate de existencias sucesivas o simultáneas.

Debemos agregar que la demostración válida contra todas las teorías reeencarnacionistas, se aplica igualmente a ciertas concepciones de aspecto más propiamente filosófico como la idea del “eterno retorno”, y que suponga en el Universo una repetición cualquiera. El fundamento de la teoría metafísica de los estados múltiples del ser es que la Posibilidad universal y total es necesariamente infinita, pues comprendiéndolo todo y no dejando nada fuera de sí, no puede ser limitada absolutamente por nada, una limitación de la Posibilidad universal es una imposibilidad, una pura nada; suponer una repetición es suponer una limitación.
    Desde el momento en que el Universo es verdaderamente un todo o, mejor dicho, el Todo Absoluto, no puede existir en parte alguna un ciclo cerrado, jamás puede volver nada al mismo punto. En la Posibilidad total, esas posibilidades particulares que son los estados condicionados son necesariamente en multiplicidad indefinida; negar esto es pretender limitar la Posibilidad.



A quienes imaginan que rechazando la reencarnación corremos el riesgo de limitar de otra forma la Posibilidad universal, simplemente les responderemos que lo que rechazamos es una imposibilidad, que no es nada, y que no aumentaría la suma de posibilidades más que de un modo puramente ilusorio, al no ser sino un puro cero. Por otro lado, según los “neoespiritualistas”, cada ser debería, en el curso de su evolución, pasar sucesivamente por todas las formas de vida. Tal teoría no expresa más que una imposibilidad manifiesta, por la simple razón de que existen indefinidas formas de vida por las cuales podrá pasar un ser cualquiera, siendo éstas todas aquellas que están ocupadas por los demás seres. Incluso aunque un ser hubiera recorrido sucesivamente indefinidas posibilidades particulares, no por ello estaría más avanzado respecto al término final, que no podría ser de este modo alcanzado.


Quienes sostienen la teoría de la multiplicidad de nacimientos humanos jamás han desarrollado en sí mismos el estado lúcido de conciencia espiritual. Una educación exterior es relativamente ineficaz como medio para obtener el verdadero conocimiento. La bellota se hace roble; pero, por muchas miríadas de frutos que dé el roble, éste jamás se hará bellota. Al igual para el hombre; desde el instante en que el alma se ha manifestado en el plano humano, y ha alcanzado así la conciencia de la vida exterior, nunca volverá a pasar por ninguno de sus estados rudimentarios. Todos los pretendidos "despertares de recuerdos" latentes, por los cuales algunas personas aseguran recordar sus existencias pasadas, pueden explicarse, e incluso sólo pueden explicarse por las simples leyes de la afinidad y de la forma.


René Guenon – Reencarnación

viernes, 23 de octubre de 2015

Shiva, Dionisos y Jesús; tres caras de un mito (Alain Daniélou)





El mensaje de Jesús se opone al de Moisés y, más tarde, al de Mahoma. Era un mensaje de liberación y de revuelta contra un judaísmo convertido en monoteísta, desecado, litúrgico, fariseo, puritano. El cristianismo, en su forma romana, se opuso inicialmente a la religión del Estado. No sabemos gran cosa sobre las fuentes de las enseñanzas de Jesús ni sobre los años transcurridos “en el desierto”, mirando hacia Oriente. El mito cristiano parece muy vinculado a los mitos dionisíacos. Jesús, como Krishna o Dionisio, es hijo del padre, de Zeus, no tiene esposa, solo la diosa madre encuentra un hueco a su lado. La gente que le escucha y que le sigue –sus “bhaktas”– pertenecen al pueblo llano. Su enseñanza se dirige a los humildes, a los marginados. Su rito es un sacrificio. En la leyenda órfica ocupa un lugar relevante la pasión y la resurrección de Dionisio. Numerosos milagros de éste se atribuyeron a Jesús. Los paralelismos entre las dos mitologías son evidentes. Los mitos y los símbolos relacionados con el nacimiento y la vida del Nazareno –su bautismo, su entorno, su entrada en Jerusalén a lomos de un asno, la Cena (rito del banquete y del sacrificio), la Pasión, la muerte, la resurrección, las fechas y la naturaleza de las fiestas, el poder de curar y de transformar el agua en vino– evocan inevitablemente el modelo dionisíaco.

Parece, pues, que la iniciación de Jesús revistió carácter órfico o dionisíaco, y no esenio, como a menudo se ha sugerido. Su mensaje, que representa una tentativa de regreso a la tolerancia y al respeto por la obra del Padre Creador, fue desnaturalizado por completo después de la muerte de Jesús. El cristianismo posterior a ella se opone frontalmente al que el Maestro predicó: imperialismo religioso, intereses políticos, guerras, masacres, torturas, hogueras, persecución de los herejes y negación del placer, de la sexualidad y de todas las vivencias del goce de lo divino. Nada de eso era así al principio. Durante mucho tiempo se acusó a los cristianos de celebrar sacrificios sangrientos, ritos eróticos y orgías. No es fácil averiguar qué fundamente tenían estas murmuraciones. Más tarde volvieron a desencadenarse en lo concerniente a los círculos secretos de carácter místico e iniciático que intentaban resucitar y perpetuar el cristianismo de los orígenes.



Encontramos de nuevo el simbolismo ternario hindú en la base del concepto de la Trinidad cristiana. El Padre representa el principio generador del mismo modo que Shiva representa el Falo. El Hijo es el dios protector que se encarna y desciende al mundo para salvarlo, como Vishnú y sus avatares. El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es la chispa que une ambos polos y equivale a Brahma (la inmensidad). El Hijo –y lo mismo sucede con Vishnú– tiene muchas cosas en común son Shakti (el principio femenino, la diosa) y representa, por lo tanto, al Andrógino. Su culto se mezcla y confunde constantemente con el de la Virgen Madre. Los esfuerzos realizados por la Iglesia para disimular las fuentes órficas y shivaítas de la doctrina de Jesús han arrinconado en el olvido la verdadera y profunda significación del mito cristiano y desembocado en interpretaciones materialistas y pseudohistóricas carentes de sentido ecuménico.

El politeísmo, sin embargo, aún sigue presente tanto en el mundo católico como en el protestante, cuyos teólogos e ideólogos se han limitado a reemplazar los nombres de los antiguos dioses por los inscritos en el santoral. No existe prácticamente ningún templo cristiano dedicado a Dios. Todos están bajo la égida de la Virgen Madre o de esas divinidades menores a las que llaman santos. En un medio politeísta el cristianismo se funde fácilmente con la religión tradicional, como sucede –por ejemplo– en la India, donde lo mismo se invoca a la Virgen que a Kali, donde se confunden los cultos del Niño Krishna con los del Niño Jesús y donde el espíritu bhûta que se apodera de los participantes en ciertas ceremonias de danza extática toma el nombre de los santos cristianos.



¿Se puede recuperar el mensaje de Jesús? Quizá sí. Para ello sería necesario el retorno a un evangelio mucho menos selectivo y el redescubrimiento de cuanto la Iglesia, cuidadosamente, ha ocultado o destruido en lo tocante a sus fuentes y a su historia, prestando especial atención durante esa tentativa de rescate a los llamados evangelios apócrifos, algunos de los cuales son más antiguos que los canónicos. Eso permitiría regresar a lo que pudo ser la verdadera enseñanza de Cristo, fruto del esfuerzo realizado por éste para adaptar su mundo y su época a la gran tradición humana y espiritual de los cultos shivaítas y dionisíacos. Un Jesús despojado de los falsos valores que a partir de San Pablo rodean y deforman su enseñanza podría reincorporarse con facilidad a dicha tradición. Pero eso, evidentemente, solo podría hacerse al margen de quienes con singular audacia se arrogan el título de representantes de Dios en la tierra y de intérpretes exclusivos de su voluntad. La verdadera religión es la que respeta humildemente la obra divina y su misterio.


Se equivocan quienes piensan que el Occidente moderno es cristiano. Lo fue, sí, en la Edad Media, pero luego dejó de serlo. A partir del año mil, aproximadamente, se difunde por Europa la idea de que el hombre es capaz de dominar el mundo y de rectificar la creación echándole, en cierto modo, una mano a Dios. Esa arrogante conjetura socava la base del cristianismo y la modifica profundamente. Ya nunca volverá a ser una verdadera religión, es decir, una religión ecuménica que se dirija a la totalidad del ser humano integrando a éste en la naturaleza y ayudándole a restablecer sus relaciones con el mundo de los espíritus y de los dioses. El último cristiano cabal, desde este punto de vista, fue san Francisco de Asís. Toda religión es, en principio, un sistema o un modo de aproximarse a los divino. De ahí que una verdadera religión no pueda ser exclusiva ni pretender que tiene el monopolio de Dios, pues la realidad divina es tan polimorfa como los caminos que conducen a ella.


Alain Daniélou - Shiva y Dionisio (la religión de la naturaleza y del eros)

miércoles, 21 de octubre de 2015

El silencio de la conciencia del yo (José L. Pallarés González)




El “centro" es esa conciencia profunda que todos tenemos y a la que nos referimos cuando decimos yo. Este yo es el punto de identidad que mantenemos a través de todos los cambios, de todas las fases de crecimiento. Es necesario ahondar en ese centro para descubrir quién soy yo. Todo lo que vivo no tiene sentido si no descubro quién es el que vive esto. El yo es el que da significado a cada una de mis experiencias. Cada experiencia, tomada aisladamente, no tiene de por sí un sentido. El sentido se encuentra en la fuente donde mana. El descubrimiento del yo marca el grado de madurez de la persona. Cuanto más ahonda y se sienta a sí mismo. Menos peligro tiene de confundirse con sus cosas y menos vulnerable será.

Ese centro interior es mi realidad más profunda; de ella brotan todas las demás realidades que me constituyen: la inteligencia, la voluntad, la moral, la estética… En ese “centro”, yo me siento yo, y me afirmo yo, y declaro y reivindico todo lo demás que siento como mío.
    En todo momento estoy tratando de descubrir tanto que soy yo, como quién soy yo. Lo que soy yo es todo lo que registra mi conciencia, todo lo que existe para mí, todos los contenidos de mi conciencia. Estos contenidos son todo el mundo de sensaciones, salud, fuerza, inteligencia, intuición. También soy la conciencia que yo tengo de todo lo demás: las personas, la naturaleza, la sociedad. Yo, en resumen, soy todas las cosas en tanto las conozco.
    Por ello, cuando hay problemas dentro de la conciencia, hay problemas fuera, en mis relaciones objetivas. Solo cuando existe una perfecta unidad interna, la persona está asimismo integrada en su exterior. Yo soy, por tanto, todo el campo de mi conciencia.



A la pregunta ¿quién soy yo?, hemos de responder que yo soy el sujeto, el centro de este campo, el punto alrededor del cual gira todo y del que surge todo. En la compleja experiencia de mi interioridad percibo un solo y único centro que da sentido y coherencia a todo lo demás.

Ese centro lo experimento como carente de partes, no puede ser localizado en ningún lugar. Es, además, autoconsciente; es decir, tiene conocimiento de sí mismo, y aunque se da cuenta que en muchos aspectos es para sí un misterio se siente, en cambio, dueño e independiente de sí mismo. La actividad o dinamismo del yo consiste en una permanente opción, en un constante ejercicio de su autonomía, de su mismidad, de su profunda unidad de ser. En este sentido, la libertad es el ejercicio de la estructura más característica del sí mismo, de aquello por lo cual yo me siento persona humana.

Pero la experiencia de mi libertad es paradójica, contradictoria. Por una parte, quiero ejercer cada vez más mi autonomía y mi unidad, ser más yo; pero, a la vez, experimento mis límites y siento una cierta angustia interior. Esta conciencia de la precariedad de mi ser me impulsa a la búsqueda de algo o de alguien en quien pueda encontrar un punto de apoyo seguro a la debilidad de mi ser.



El yo como centro constituye el punto de partida. “Yo soy” en el acto esencial de la existencia, como individuo. Toda la existencia no es más que variantes de la realidad de mi ser.
    Este meterme hacia dentro, este interiorizarme, no ha de perturbar nunca el cumplimiento de mis obligaciones exteriores. En este repliegue sobre sí mismo se trata de descubrir el fondo de mí mismo, la realidad de mí mismo como sujeto, yo en mi identidad profunda.

La autoconciencia requiere una atmósfera de interioridad y un hábitat de silencio. Es muy difícil, en una civilización del ruido, oír la vibraciones del espíritu; percibir los mensajes transcendentes, oír las voces de la propia conciencia.
    El silencio nos hace descubrir experimentalmente la unidad profunda que hay detrás de toda la multiplicidad de formas y manifestaciones de nuestro ser. Nos lleva a descubrir al sujeto último de todas las manifestaciones personales. Nos conduce a la realización de nuestra identidad profunda. El silencio profundo nos trae la paz auténtica. Gracia a él podemos acumular fuerzas físicas, afectivas, mentales y espirituales para llevar a cabo nuestro trabajo y todo nuestro quehacer vital. El poder del silencio es tan grande que puede transformar profundamente nuestras conciencias, nuestra vida; a la sociedad toda.



Para conseguir el silencio, “mi silencio”, es necesario que yo esté libre interiormente de problemas, de deseos, de emociones, de conflictos. La gran dificultad que tenemos para estar en paz es nuestra guerra interior.
    Para que el silencio sea un camino positivo es necesario que la persona esté orientada; tenga como opción preferencial la búsqueda de la verdad. En la práctica del silencio se impone que, en todo momento, se mantenga la autoconciencia, y que haya una gran lucidez. El silencio practicado de esta manera es siempre esencialmente transformante, renovador y creativo, externa e internamente.


El silencio no es nada más que el reposo de nuestra personalidad y de nuestro yo personal. El silencio que se pide es el silencio profundo de la conciencia del yo.


José Luis Pallarés González – En torno al hombre

jueves, 15 de octubre de 2015

En el Punto de Quietud (Ramiro Calle)




Si el cavernícola levantara la cabeza, se quedaría estupefacto al comprobar hasta qué punto la consciencia del ser humano se ha quedado estancada y no ha progresado. Nuestra mente sigue siendo la del hombre de hace decenas de miles de años. Si la evolución de la biología es exasperadamente lenta, ¡cuánto más no lo es la da la consciencia! Seguimos detenidos en un estado de consciencia crepuscular y en la mente humana siguen anidando con todo vigor la ofuscación, la avidez desmedida y el odio. El progreso exterior no se ha visto correspondido por el progreso interior, y de ahí que se esté produciendo una inevitable esquizofrenización. El mayor enemigo sigue estando en la mente del ser humano.

Estamos muy lejos todavía de la conquista de una mente clara y un corazón tierno. No hay genuina inteligencia, no hay verdadero amor. Aunque no hay mayor felicidad, ni más estable, que la paz interior, es como si pusiéramos todos los medios para no conseguirla. Vivimos de espaldas a nuestro sol interno y nos preguntamos por qué estamos a oscuras. Sin quietud todo pierde su valor, todo palidece. No ponemos los medios para recuperar nuestro “punto de quietud”, sino que nos enredemos cada vez en mayor grado en la egorrealización y frenamos nuestro desenvolvimiento interior. Los logros solo en lo externo pueden “satisfacer” únicamente a aquellos que tienen una visión muy esclerótica de la existencia.



Para aquellos que la mente no está completamente empañada, hay una Vía hacia la quietud, hacia la visión cabal y hacia la clara comprensión que libera de las trabas mentales. Solo desde la quietud que emerge cuando el pensamiento se acalla y nos conectamos con el espacio de renovado vacío, que está más allá del núcleo de caos y de confusión, puede desencadenarse la visión de los fenómenos tal y como son, desde la pureza de la mente.

Desde el ángulo de quietud, el aprendizaje y el desaprendizaje para volver a aprender se suceden y se producen de momento en momento. Dejamos que la mente muera cada noche para que nazca cada mañana. Así estrenamos mente y estrenamos vida. Aprendemos a hacer desde ese inmaculado y pleno vacío interior, que nada puede herir.

Desde la perspectiva de la consciencia de ser, podremos afincarnos más en la voluntad de ser que de aparentar o someter, más en lo propio y genuino que en lo adquirido. El punto de quietud que nos proponemos conseguir tenemos que trasladarlo a la vida cotidiana y mantenerlo como el tornado mantiene en su propio centro un estado de calma. Con intención y ecuanimidad bien establecidas logramos residir en la consciencia de puro ser en su estado natural.



Si estamos atentos, la vida se convierte en objeto de meditación. Desde el punto de quietud, podemos contemplar los fenómenos cómo surgen y cómo se desvanecen, sin que el “contemplador” se involucre tanto en lo contemplado. Ese punto de quietud se vuelve un eje o terreno seguro en el que mantenerse retirado y equilibrado. Una parte de nosotros logra permanecer detrás del escenario psicológico y del escenario existencial. Ese espacio de quietud es un reducto de cordura y armonía. Es la naturaleza pura o perfecto equilibrio, allende la pasión encadenante y la inercia que ofusca la mente.

Cuando el buscador llega a su “punto de saturación”, es decir, cuando experimenta la inevitable pesadumbre de lo existencial, se decide viajar hacia la quietud. En la quietud halla un espacio de equilibrio.
   En ese centro, que es pureza, explosiona la visión clara y uno contempla, imperturbablemente, el juego de la creación. Es una contemplación sin reacción, donde uno comprueba que es parte de se enajenante juego, pero que puede ser más que un juguete o marioneta en ese juego. Solo la consciencia pura puede dar el gran salto más allá de la película existencial y sustraerse a las fuerzas ciegas de la creación. El “espectador” deja de ser el espectáculo, descubre los trucos del Ilusionista. Instalado en la poderosa energía del vacío, ve sin dejarse concernir alienadamente por la película de los fenómenos externos, ni por la película de su propio complejo psicomental.



En la fuente del pensamiento se halla el “punto de quietud”, la cámara del vacío inmaculado, y más allá está el “punto sin retorno”, donde uno descubre que nunca ha sido ni no ha sido, y donde uno conecta con la energía sin límites que permite estar en el mundo sin estar en él.

   La Búsqueda misma se convierte en el significado más profundo de la vida y el más relevante de los sentidos. Cuando la vida se convierte en una Búsqueda genuina toma el sabor de lo Incondicionado. Todo puede parecer igual, pero ya no es lo mismo.


Ramiro Calle – El Libro de los Yogas


jueves, 8 de octubre de 2015

Tú tienes la capacidad para ser un héroe o heroína cotidiana (Pilar Jericó)



Siempre han existido héroes y heroínas a lo largo de la historia de la humanidad. Sin embargo, el modelo de héroe tradicional está en crisis. Los valores sociales han cambiado drásticamente y ahora necesitamos nuevos referentes, más cercanos a nosotros, que nos inspiren y no sean esclavos ni del reconocimiento social ni de comportamientos agresivos. Necesitamos héroes que sean integradores y que se entreguen a sus noches oscuras para renacer fortalecidos de ellas. Dichos héroes son los héroes cotidianos.

El héroe cotidiano es un buscador hacia fuera y hacia dentro de sí mismo. Confía en sí mismo, tiene el coraje para ser auténtico, tiene una sana aceptación de la vida a pesar de las dificultades. Busca la trascendencia en sus actuaciones, ejerce una influencia positiva en su entorno.
    Los héroes cotidianos se salvan a sí mismos de las dificultades, del dolor de sus propias sombras o de los momentos de desesperación personal. Y solo cuando lo consiguen, resultan un ejemplo para otros.

Tú tienes la capacidad para ser un héroe o heroína cotidiana. La heroicidad cotidiana es una actitud, no un resultado. Ser héroe no consiste en conseguir siempre lo que se quiere, sino en afrontar la vida con una actitud de búsqueda, de entereza y de compromiso. No hay héroe sin dificultad, sin atravesar desiertos o sufrir noches oscuras. El heroísmo está en lo que te cuesta.
   Ante la búsqueda o las dificultades, si quieres vivir una vida plena, tendrás que adentrarte en la “senda del héroe cotidiano”. Tu reto es atreverte a buscar y alcanzar cuanto antes una vida plena sin resentimientos, victimismos ni sufrimientos innecesarios. Posiblemente, la sabiduría de los maestros se base en haber atravesado muchas veces la senda de lo héroes: atender la llamada de la aventura, confrontarse con uno mismo, atravesar el desierto personal y vivir la noche oscura; explorar una nueva realidad, conectarse con la esencia, apoyarse en amigos o maestros y volver a soñar; adquirir nuevos hábitos y ganar recursos personales, enfrentarse con la sombra y regresar a los cotidiano.



Como héroe cotidiano no has de conformarte con lo establecido, ¡emprende nuevos caminos dentro de tus posibilidades! El buscador no solo hace, sino también reflexiona sobre lo que hace. Quien está muy seguro de todo, está lejos de ser un buscador y de ser un héroe cotidiano, al igual que quien se resigna ante lo que le ha tocado vivir. La búsqueda interior es un billete de partida de un viaje del que no se conoce el destino. Acepta que la incertidumbre forma parte de la vida, olvídate de buscar el control absoluto para evitar la incertidumbre, porque es imposible.
    En el fondo, se trata de desarrollar una actitud inconformista y constructiva de uno mismo, atreverse a ser de un modo diferente, explorar otras realidades. Cada dificultad es una invitación de la vida a buscar en ti, a conocerte mejor, a revisar tus principios y a dar lo mejor de ti mismo.

Para vivir un proceso de transformación tienes que cuestionarte y solo se consigue siendo humilde. El reto es tener la voluntad de ver tu sombra y atravesar el umbral. Cruzar el umbral significa “morir”, y hay que morir para renacer. Tienes la capacidad de decidir y eres libre hasta de ti mismo: no eres esclavo de tus instintos, ni de las emociones, ni tan siquiera de tu infancia. Tienes que desprenderte del orgullo, del resentimiento, del victimismo y evitar la adicción al dolor. La aceptación de la derrota y del dolor es el primer paso para salir de él. De todas las situaciones se sale de una forma u otra y se ganan cosas, aunque sean sutiles. Esta certeza es un faro para atravesar la noche.



Quererse sin los disfraces es querer la autenticidad de uno mismo. Quererse es también ser honesto con uno mismo y ser leal a los principios que quieres en tu vida, aunque eso pueda significar a veces soledad e incomprensión, incluso de las personas más queridas. Un héroe cotidiano ha de asumir que un camino de búsqueda y crecimiento personal puede suponer alejarse de otros.

Cuando tu actitud ha cambiado, aceptas tu dualidad, integras tu sombra y reconoces que en lo pequeño está la grandeza, es cuando la aventura ha concluido. Si todo va bien, recorrerás muchas más veces la senda de lo héroes cotidianos, pero esta ocasión te ha ayudado a comprender que tú eres el guionista de tu propia vida, que eres un buscador con capacidad de dar lo mejor de ti mismo y de comprometerte con lo que haces, sabiendo que eres humano con tus grandezas y tus fragilidades.


En definitiva, el objetivo final es atender la llamada, es decir, aceptar la invitación de la vida y confiar en toda la capacidad de adaptación biológica y evolutiva que tienes para la aventura. En otras palabras, atreverte a comprender ese proyecto o esa relación o ese cambio que deseas, atreverte a mirar a los ojos a la enfermedad, o al dolor, o a la culpa que te daña. Aceptar la llamada es el principio de la grandeza del héroe cotidiano.


Pilar Jericó – Héroes cotidianos






lunes, 5 de octubre de 2015

Salgamos de nuestro yo limitado (Carlos Aravaca)




La mayoría de los centros de enseñanza dan prioridad a aumentar los conocimientos para fines lucrativos porque son conocedores de nuestra capacidad, más bien gregaria, de ir compensando los sufrimientos con bienes materiales. Esa capacidad de acción y reacción, de esfuerzo y recompensa es, aparentemente, más rentable, en cuanto al tiempo y al esfuerzo necesario para educar, que la idealista basada en los valores humanos que, sin esperar nada a cambio, nos satisfará plenamente partiendo del amor.

En los grupos nace un “yo” colectivo, basado en la amistad, el clima afectivo y emocional, las normas y las tradiciones, etc.; cuanto más arraigada sea esta atmósfera, más difícil será la posibilidad de admitir un pensamiento crítico en detrimento del colectivo, dando lugar, a través de las vivencias, a alguna actuación irracional como ocurre en algunas sectas, clubes o partidos políticos. Se puede llegar incluso, a encontrar motivos que justifican la atrocidad de una guerra. ¿Y qué hacemos con la alegría de todo un pueblo, ante la victoria o conmemoración de esa barbaridad? Habrá que combatirla, sí, pero con amor.

Todos nos hemos preguntado alguna vez acerca de la creación y del fin de la vida ¿hay algo después de la muerte?, ¿existe un Dios? Si la respuesta es afirmativa ¿cómo es ese Dios?, ¿qué relación tengo con él? Si negamos su existencia, ¿qué función cumplo yo en este universo?




Antes que dar un paso firme en la vida preferimos ir dando traspiés, pisando en falso sobre tanta duda dejándonos arrastrar en el redil de una masa guiada por unas ideas, principios o fines que no nos convencen plenamente. ¿Cómo voy a proyectar mi vida, basándola en tantas dudas? Lo menos que debería hacer es tener el coraje de intentar resolverlas y no optar por la “postura del avestruz”. Nos preocupamos sobremanera del cultivo de los conocimientos para un fin lucrativo pensando siempre en el rendimiento material. ¿No deberíamos también preocuparnos en poco del “mundo espiritual”? tal vez, al encontrarle sentido a la vida, nuestro rendimiento sería mayor o menor, pero con sentido y, a la postre, más beneficiosa para nosotros y para la humanidad.

Vivimos en un mundo donde predomina lo material y recibimos una educación basada en este yo material; se nos induce y predispone a que seamos egoístas. Esto, no cabe duda, potencia la personalidad, pero hasta un límite: el de mi genética y mis circunstancias. Incluso podré superar esa limitación agregándome elementos ajenos y creyendo que son míos. Pero, ¿qué pensamos de la persona que nos habla presumiendo de su país, de su casa, de su coche, de su familia, de su dinero, de su club, de su rey, etc.? En primer lugar, en la suerte que ha tenido por esas circunstancias que le han sido dadas; por el contrario, después, pensaremos en su pobreza o dependencia personal, por necesitar de esos factores para destacar. Veremos que, de aumentar algo, incrementamos el valor añadido, que no deja de ser otra limitación.
    Agotados todos los caminos, solo nos queda una posibilidad para superarnos. Consiste, simplemente, en romper con nuestro ego, con nuestro yo, y dejar de ser egoístas para convertirnos en seres más universales, más amorosos. Algún día, cuando entendamos de veras qué es el amor, el esfuerzo será tan liviano que acabará convirtiéndose en una actuación placentera. Además, podremos comprobar como, al ser amor igual a energía, se puede conseguir hacer lo indecible sin esfuerzo, ya que recibimos la fuente de energía por la vía del amor.



Siempre he pensado que un ser humano universal será aquel individuo que salga de su yo, esforzándose en conocer a sus congéneres y sepa entregarse de forma empática, haciendo que fluya su energía para el bien de la humanidad. A este individuo, cuya obra manifiesta amor, sí se le debe considerar universal en su totalidad, a hacerse ilimitado en su entrega desinteresada.

Los humanos, en general, somos egoístas; y en las “sociedades desarrolladas”, cada vez más. Luego lo máximo que se puede conseguir es ser tolerantes. Por eso nos halagan cuando lo somos y nos educan pensando que es lo mejor. En efecto, es lo mejor en el mundo del egoísmo. Nuestra realidad no está solo en el fin material, está en el Todo, y esa unidad del yo engloba un mundo material y un mundo espiritual, salvo para aquel que no tenga mundo espiritual, aquel que sea un ser limitado.



Es bueno tener sentido común para aplicarlo en nuestra vida cotidiana, pero es extraordinario saber prescindir de él para avanzar en el conocimiento universal y, así, poder acercarnos al yo infinito o espiritual. Aplicado al yo actual nos daría la paz del conocimiento, del yo venidero, o sea, la Nada. Aquel que quiera afianzar su futuro que se lance fuera de lo cotidiano; la lucha contra la incertidumbre forja al valiente. Salgamos de nuestro yo limitado, ayudados con la mente, haciéndonos más universales, menos egoístas, más amorosos, más parecidos a Dios.


¡Ojalá! sepamos vivir la vida con toda la intensidad que nos brinda, y alcancemos la sabiduría de no ansiar lo material. Saber disolver el yo, más bien querer la Nada, nos dará paz, al tenerlo Todo. Y, al final de la vida, con la muerte, al librarnos de lo limitado, ante la Nada, alcanzar el Todo: la Felicidad, la Paz, el Amor, la Eternidad, ser Dios, ser Uno, ser Nada; en un Silencio Infinito.


Carlos Aravaca – Un salto al infinito