viernes, 7 de septiembre de 2012

Aprender a saber pensar para tener algo que decir (Emilio Lledó)

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En estos últimos meses he tenido el placer y la fortuna de leer varios libros de Emilio Lledó. Creo que es una de las mentes más preparadas y fructíferas que han surgido en nuestro país en los últimos decenios. Tremendamente especializados y difíciles, como es lógico, sus trabajos de traducción y comentarios de la filosofía griega y universal, en cambio en sus artículos periodísticos se nos muestra coloquial y cercano, resaltando y rebosando su dimensión humana en sus análisis y críticas a la “incultura” moderna. En este ámbito aconsejo la lectura de “Ser quien Eres”, y una colección de sus mejores artículos de prensa bajo el epígrafe de “Días y Libros”.



Emilio Lledó Íñigo ((Sevilla. 5 de Noviembre de 1927). Filósofo español formado en Alemania, ha sido profesor en las universidades de Heidelberg, La Laguna, Barcelona y Madrid. Es miembro de la Academia, ocupando el sillón “n” minúscula. En el pueblo de sus padres, Salteras (Sevilla), se ha inaugurado una biblioteca con su nombre. La Junta de Andalucía le concedió uno de los Premios Cultura 2008, el María Zambrano, por "su papel en la recuperación de la filosofía griega y el helenismo en España, así como su contribución al desarrollo de la hermenéutica en el panorama de la filosofía española contemporánea". Su trabajo intelectual se mueve entre la interpretación de textos claves de la historia de la filosofía, y la meditación teórica sobre esta labor interpretativa. Está enraizado en la corriente hermenéutica y considera que el lenguaje es el elemento esencial en el pensar y en el instalarse del hombre en la sociedad o en la naturaleza. La filosofía no es sino la meditación sobre tal instalación; y la historia de la filosofía se entiende como "memoria colectiva" del complejo proceso seguido por la humanidad. En general, su obra se caracteriza por el uso jugoso y rico de palabras claras, consistentes, por una pasión expresiva y rigurosa, por el empeño de que el pensamiento antiguo o moderno tenga peso ante unos desgarros del presente que no oculta.


Toda palabra es la búsqueda de una respuesta. Saber, en parte, es saber cuestionar, es saber preguntarse. Y en este proceso de preguntar y responder se abre la posibilidad de ir ascendiendo desde la opinión hasta un saber justificado. El diálogo no es un mero recurso didáctico, ni puede reducirse a una formalización de pregunta respuesta.
El aprendizaje no es una mera recepción de un saber ya hecho, es una búsqueda, una investigación, en la que no se alcanza el saber enseñando a alguien, sino preguntándole y como sacándole la ciencia de sí mismo.

El maestro debe ser un mediador de suscitar y sostener el deseo de aprender contra el pasotismo de sus alumnos. ¿Qué es ser maestro? La capacidad de sugestión, esa mezcla asombrosa de rigor y creatividad, su cálida y cordial humanidad, la libertad con la que estimula nuestro propio pensamiento por encima de cualquier lamentable caciquismo escolástico. No es el que transmite unos conocimientos cosificados, sino el que sugiere, el que despierta la pasión por el saber y por el saber con otros.

Educación significó fomento y ejercicio de la libertad: libertad para poder pensar. Porque no se trata solo de poder decir, de poder expresarse, sino de poder pensar, de aprender a saber pensar para, efectivamente, tener algo que decir. ¿Qué importa la libertad de expresión si lo que expresamos es el discurso estúpido y vacío de las palabras mal sabidas, de los conceptos manipulados, incluso por nosotros mismos, de las ideas estereotipadas, convertidas en pringüe ideológica que se recalienta en el rescoldo de nuestros miedos y de nuestros intereses?
La libertad de expresión ha estado amordazada durante siglos no solo por no poder decir, sino por no saber qué decir, en definitiva, por no saber. No tiene apenas sentido una libertad de expresión que no tiene nada que decir. La ignorancia es uno de los más feroces enemigos de la libertad, porque en la enorme oquedad del cerebro sin cultivo, sin la fluidez de la deliberación y de la elección y, animalizado hacia sus propios instintos, no puede imperar mas que la agresividad y la barbarie.
Todo ello ha levantado el inmenso torreón de la mentira que, predicada como una reiterativa plegaria religiosa, se despliega en el desierto de la ignorancia. Una ignorancia que, a pesar de los abundantes y extraordinarios medios de comunicación, crece continuamente por la falta de ideas, de reflexión sobre las palabras, y por el olvido de un lenguaje, verdadero tesoro de los seres humanos que, siendo elemento decisivo de liberación, se puede convertir por el abandono de la inteligencia y de las instituciones que deben cultivarla, en una nueva forma de esclavitud.

La lectura, los libros, son el más asombroso principio de libertad y fraternidad. Un horizonte de alegría, de luz reflejada y ensoñadora, nos deja presentir la salvación, la ilustración frente al trivial espacio de lo ya sabido, de las aberraciones mentales a las que acoplamos el inmenso andamiaje de noticias, siempre las mismas, porque es siempre el mismo nuestro apelmazado cerebro. Los libros nos dan más, y nos dan otra cosa. En el silencio de la escritura cuyas líneas nos hablan, suena otra voz distinta y renovadora. En las letras de la literatura entra en nosotros un mundo que, sin su compañía, jamás habríamos llegado a descubrir. Uno de los prodigios más asombrosos de la vida humana, de la vida de la cultura, la constituye esa posibilidad de vivir otros mundos, de sentir otros sentimientos, de pensar otros pensares que los reiterados esquemas que nuestra mente se ha ido haciendo  en la inmediata compañía de la triturada experiencia social y sus, tántas veces, pobres y desrazonados saberes. Los libros son puertas que nadie podría cerrarnos jamás, a pesar de todas las censuras.

Pensamos lo que nos conviene o como nos conviene pensar, queremos lo que queremos querer. Esa negación que introducimos en nuestra mente, para no seer sino aquello que fabricamos capciosamente, para quererlo ver, acaba incorporándose con tal fuerza que la inteligencia y la voluntad quedan aprisionadas en el grumo ideológico que ella misma condimenta. Ese modo de negarse a sí mismo es, también, una forma de negar a los otros. La mentira con la que se ciega la propia libertad produce, al mismo tiempo, la falsedad y la doblez hacia los demás.

¿Es posible que nos parezca grotesco hablar de derechos humanos, de educación y cultura, al tiempo que permitimos, fomentamos e incluso justificamos –con argumentos deleznables por cierto- semejante basura, por decirlo con el término usual? ¿Cómo educar a nuestros desecendientes en la justicia, la solidaridad, los buenos sentimientos, si la mirada fría e impasible de miles de pantallas está continuamente mostrando y ensalzando las más sofisticadas armas y la más bestial manera de manejarlas? ¿Qué mundo futuro mínimamente humano puede alumbrarse con tan despiadada producción de inhumanidad? ¿No deberíamos reclamar también derechos humanos para nuestros maltratados ojos?

Lo más sorprendente es que aquellos que tienen el derecho de ejercer una forma más creadora de libertad, como los alumnos, se ven obligados, curso a curso, a seguir planes de estudio donde se descuartizan los conocimientos en asignaturas, frecuentemente sin sentido, con programas aún más descuatizadores, donde el saber se convierte en aprendizaje de conocimientos hueros; pero que, sin embargo, son objeto de exámenes obsesivos y esterilizadores. Puede ocurrir también que los alumnos sometidos a tal liturgia de la estupidez se vean obligados a soportar un profesor asignaturesco, sin vocación y sin talento, que gana su pan enseñando lo inenseñable. Sorprende que los padres no reclamen aquí libertad para sus hijos, que ni esos mismos hijos hayan reclamado decididamente la libertad para poder cambiar de profesor, de asignatura, incluso de Universidad. Parece que lo que importa es someter a nuestros alumnos a esa renqueante, monótona y vacía máquina de frustración.

Esa universidad de asignaturas impartidas por profesores asignaturescos permite seguir manteniendo la ficción de un funcionamiento, la ficción de unos contenidos, la ficción de una estructura docente. Porque así como no se pueden improvisar profesores, si se pueden dividir y subdividir grupos de asignaturas, y multiplicar, hasta el infinito, el cultivo del acartonamiento intelectual. Así se alivia también el controvertido tema del “numerus clausus”, frente al que puede demagógicamente ofrecerse la generosidad de una Universidad que abre sus puertas a todo el mundo. Lo malo es que, una vez abierta, no hay más que puerta. Detrás de ella, como en los decorados de las películas del Oeste, están las paredes, sostenidas por unas maderas, y, al fondo, el desierto. Una fábrica paleolítica, corroída por politiquerías de verbena y asediada por la irresponsabilidad oficial, por la indiferencia de la sociedad; una escuela, en fin, de desesperanza infinita. Preguntemos si no a los estudiantes y a los profesores que llegaron a ella ilusionados.

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