En estos últimos meses he tenido el placer y
la fortuna de leer varios libros de Emilio Lledó. Creo que es una de las mentes
más preparadas y fructíferas que han surgido en nuestro país en los últimos
decenios. Tremendamente especializados y difíciles, como es lógico, sus
trabajos de traducción y comentarios de la filosofía griega y universal, en
cambio en sus artículos periodísticos se nos muestra coloquial y cercano,
resaltando y rebosando su dimensión humana en sus análisis y críticas a la “incultura”
moderna. En este ámbito aconsejo la lectura de “Ser quien Eres”, y una colección
de sus mejores artículos de prensa bajo el epígrafe de “Días y Libros”.
Emilio Lledó Íñigo
((Sevilla. 5 de Noviembre de 1927). Filósofo español formado en Alemania, ha
sido profesor en las universidades de Heidelberg, La Laguna , Barcelona y Madrid.
Es miembro de la Academia ,
ocupando el sillón “n” minúscula. En el pueblo de sus padres, Salteras
(Sevilla), se ha inaugurado una biblioteca con su nombre. La Junta de Andalucía le
concedió uno de los Premios Cultura 2008, el María Zambrano, por "su papel
en la recuperación de la filosofía griega y el helenismo en España, así como su
contribución al desarrollo de la hermenéutica en el panorama de la filosofía
española contemporánea". Su trabajo intelectual se mueve entre la
interpretación de textos claves de la historia de la filosofía, y la meditación
teórica sobre esta labor interpretativa. Está enraizado en la corriente
hermenéutica y considera que el lenguaje es el elemento esencial en el pensar y
en el instalarse del hombre en la sociedad o en la naturaleza. La filosofía no
es sino la meditación sobre tal instalación; y la historia de la filosofía se
entiende como "memoria colectiva" del complejo proceso seguido por la
humanidad. En general, su obra se caracteriza por el uso jugoso y rico de
palabras claras, consistentes, por una pasión expresiva y rigurosa, por el
empeño de que el pensamiento antiguo o moderno tenga peso ante unos desgarros
del presente que no oculta.
Toda palabra es la búsqueda de una respuesta.
Saber, en parte, es saber cuestionar, es saber preguntarse. Y en este proceso
de preguntar y responder se abre la posibilidad de ir ascendiendo desde la
opinión hasta un saber justificado. El diálogo no es un mero recurso didáctico,
ni puede reducirse a una formalización de pregunta respuesta.
El aprendizaje no es una mera recepción de un
saber ya hecho, es una búsqueda, una investigación, en la que no se alcanza el
saber enseñando a alguien, sino preguntándole y como sacándole la ciencia de sí
mismo.
El maestro debe ser un mediador de suscitar y
sostener el deseo de aprender contra el pasotismo de sus alumnos. ¿Qué es ser
maestro? La capacidad de sugestión, esa mezcla asombrosa de rigor y
creatividad, su cálida y cordial humanidad, la libertad con la que estimula
nuestro propio pensamiento por encima de cualquier lamentable caciquismo
escolástico. No es el que transmite unos conocimientos cosificados, sino el que
sugiere, el que despierta la pasión por el saber y por el saber con otros.
Educación significó fomento y ejercicio de la
libertad: libertad para poder pensar. Porque no se trata solo de poder decir,
de poder expresarse, sino de poder pensar, de aprender a saber pensar para,
efectivamente, tener algo que decir. ¿Qué importa la libertad de expresión si
lo que expresamos es el discurso estúpido y vacío de las palabras mal sabidas,
de los conceptos manipulados, incluso por nosotros mismos, de las ideas
estereotipadas, convertidas en pringüe ideológica que se recalienta en el
rescoldo de nuestros miedos y de nuestros intereses?
La libertad de expresión ha estado amordazada
durante siglos no solo por no poder decir, sino por no saber qué decir, en
definitiva, por no saber. No tiene apenas sentido una libertad de expresión que
no tiene nada que decir. La ignorancia es uno de los más feroces enemigos de la
libertad, porque en la enorme oquedad del cerebro sin cultivo, sin la fluidez
de la deliberación y de la elección y, animalizado hacia sus propios instintos,
no puede imperar mas que la agresividad y la barbarie.
Todo ello ha levantado el inmenso torreón de
la mentira que, predicada como una reiterativa plegaria religiosa, se despliega
en el desierto de la ignorancia. Una ignorancia que, a pesar de los abundantes
y extraordinarios medios de comunicación, crece continuamente por la falta de
ideas, de reflexión sobre las palabras, y por el olvido de un lenguaje,
verdadero tesoro de los seres humanos que, siendo elemento decisivo de
liberación, se puede convertir por el abandono de la inteligencia y de las
instituciones que deben cultivarla, en una nueva forma de esclavitud.
La lectura, los libros, son el más asombroso
principio de libertad y fraternidad. Un horizonte de alegría, de luz reflejada
y ensoñadora, nos deja presentir la salvación, la ilustración frente al trivial
espacio de lo ya sabido, de las aberraciones mentales a las que acoplamos el
inmenso andamiaje de noticias, siempre las mismas, porque es siempre el mismo
nuestro apelmazado cerebro. Los libros nos dan más, y nos dan otra cosa. En el
silencio de la escritura cuyas líneas nos hablan, suena otra voz distinta y
renovadora. En las letras de la literatura entra en nosotros un mundo que, sin
su compañía, jamás habríamos llegado a descubrir. Uno de los prodigios más
asombrosos de la vida humana, de la vida de la cultura, la constituye esa
posibilidad de vivir otros mundos, de sentir otros sentimientos, de pensar
otros pensares que los reiterados esquemas que nuestra mente se ha ido
haciendo en la inmediata compañía de la
triturada experiencia social y sus, tántas veces, pobres y desrazonados
saberes. Los libros son puertas que nadie podría cerrarnos jamás, a pesar de
todas las censuras.
Pensamos lo que nos conviene o como nos
conviene pensar, queremos lo que queremos querer. Esa negación que introducimos
en nuestra mente, para no seer sino aquello que fabricamos capciosamente, para
quererlo ver, acaba incorporándose con tal fuerza que la inteligencia y la
voluntad quedan aprisionadas en el grumo ideológico que ella misma condimenta.
Ese modo de negarse a sí mismo es, también, una forma de negar a los otros. La
mentira con la que se ciega la propia libertad produce, al mismo tiempo, la
falsedad y la doblez hacia los demás.
¿Es posible que nos parezca grotesco hablar de
derechos humanos, de educación y cultura, al tiempo que permitimos, fomentamos
e incluso justificamos –con argumentos deleznables por cierto- semejante
basura, por decirlo con el término usual? ¿Cómo educar a nuestros
desecendientes en la justicia, la solidaridad, los buenos sentimientos, si la
mirada fría e impasible de miles de pantallas está continuamente mostrando y
ensalzando las más sofisticadas armas y la más bestial manera de manejarlas?
¿Qué mundo futuro mínimamente humano puede alumbrarse con tan despiadada
producción de inhumanidad? ¿No deberíamos reclamar también derechos humanos
para nuestros maltratados ojos?
Lo más sorprendente es que aquellos que tienen
el derecho de ejercer una forma más creadora de libertad, como los alumnos, se
ven obligados, curso a curso, a seguir planes de estudio donde se descuartizan
los conocimientos en asignaturas, frecuentemente sin sentido, con programas aún
más descuatizadores, donde el saber se convierte en aprendizaje de
conocimientos hueros; pero que, sin embargo, son objeto de exámenes obsesivos y
esterilizadores. Puede ocurrir también que los alumnos sometidos a tal liturgia
de la estupidez se vean obligados a soportar un profesor asignaturesco, sin
vocación y sin talento, que gana su pan enseñando lo inenseñable. Sorprende
que los padres no reclamen aquí libertad para sus hijos, que ni esos mismos
hijos hayan reclamado decididamente la libertad para poder cambiar de profesor,
de asignatura, incluso de Universidad. Parece que lo que importa es someter a
nuestros alumnos a esa renqueante, monótona y vacía máquina de frustración.
Esa universidad de asignaturas impartidas por
profesores asignaturescos permite seguir manteniendo la ficción de un
funcionamiento, la ficción de unos contenidos, la ficción de una estructura
docente. Porque así como no se pueden improvisar profesores, si se pueden
dividir y subdividir grupos de asignaturas, y multiplicar, hasta el infinito,
el cultivo del acartonamiento intelectual. Así se alivia también el
controvertido tema del “numerus clausus”, frente al que puede demagógicamente
ofrecerse la generosidad de una Universidad que abre sus puertas a todo el
mundo. Lo malo es que, una vez abierta, no hay más que puerta. Detrás de ella,
como en los decorados de las películas del Oeste, están las paredes, sostenidas
por unas maderas, y, al fondo, el desierto. Una fábrica paleolítica, corroída
por politiquerías de verbena y asediada por la irresponsabilidad oficial, por
la indiferencia de la sociedad; una escuela, en fin, de desesperanza infinita.
Preguntemos si no a los estudiantes y a los profesores que llegaron a ella
ilusionados.
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