Cuando un hombre ha aprendido a dejar quieta su mente de modo que funcione de la manera integral y espontánea que le es natural, comienza a mostrar esa cualidad especial o poder que llamamos “te”. Es la virtud, en el sentido de eficacia, la virtud espontánea y sin afectación que no puede ser cultivada por ningún método deliberado. Es el ingenio impensable, el poder creador de las funciones espontáneas y naturales del hombre, poder que queda bloqueado cuando tratamos de dominarlo mediante métodos y técnicas formales.
La mente no puede actuar sin renunciar al imposible intento de controlarse a sí misma, más allá de cierto punto. Tiene que abandonarse a sí misma, tanto en el sentido de confiar en su propia memoria y reflexión como en el de actuar espontáneamente, por sí misma hacia lo desconocido. La mente es como un ojo que ve, pero que no puede verse. Esta imposibilidad de agarrar la mente con la mente es la no-acción, entendiéndose que no necesita tratar de abandonarse, ni tratar ni no tratar.
Para el zen todos los seres están en nirvana desde el principio, todo dualismo es una falsa imagen, la mente ordinaria es el Tao. Propone no eliminar el pensamiento reflexivo sino eliminar el bloqueo tanto en la acción como en el pensamiento, sentirse en libertad de bloquear, con lo que el bloqueo se elimina automáticamente. Con frecuencia se dice que aferrarse a sí mismo es como tener una espina clavada en la piel y que el budismo es una espina para sacar la primera, pero si éste se convierte en otro método de aferrarse a sí mismo mediante la búsqueda de una seguridad espiritual, las dos espinas se convierten en una, y entonces ¿cómo se las va a extraer?
Por tanto en el zen no hay ni Buddha al que uno pueda aferrarse, ni bien que ganar ni mal que evitar, ni pensamientos que desarraigan, ni cuerpo que perecer ni alma que salvar… “para salvar la vida hay que destruirla. Cuando está totalmente destruida, por primera vez quedamos en paz”. La práctica del zen no es una verdadera práctica en tanto tenga un fin de vista, y cuando no tiene en vista ningún fin es el despertar: la vida autosuficiente, sin objeto, del eterno ahora. Se practica el zen porque uno ya es Buddha desde el comienzo.
Lo que podemos conocer –la vida y la muerte, la luz y las tinieblas, lo sólido y lo vacío- serán los aspectos relativos de algo tan inconcebible como el color del espacio. Despertar significa saber lo que la realidad no es, es dejar de identificarnos a nosotros mismos como cualquier objeto de conocimiento. Así como cualquier afirmación acerca de la substancia o energía básica de la realidad tiene que resultar absurda, cualquier afirmación referente a lo que “yo soy” tiene que ser también el colmo de la tonteria.
El engaño es la falsa premisa metafísica en que arraiga el sentido común del hombre, su tácito supuesto de que él “es algo”. Está claro que el supuesto de que “yo no soy nada” sería igualmente falso, puesto que algo y nada, ser y no ser, son conceptos relativos, y corresponden igualmente a lo conocido.
Sobre el río la luna brillante, en los pinos el viento que suspira; toda la noche tan tranquila: “por qué” y, “para quién”.
Los gansos salvajes no se proponen reflejarse en el agua; el agua no piensa recibir su imagen.
Tú enciendes el fuego;
te mostraré algo lindo:
¡una gran bola de nieve!
¡Qué admirable
el que no piensa “la vida es fugaz”
al ver el relámpago!
La larga noche;
el sonido del agua
dice lo que pienso.
En el bosque oscuro
cae una bellota:
sonido del agua.
El mar se oscurece;
las voces de los patos salvajes
son débilmente blancas.
La alondra:
sólo su voz cayó,
sin dejar eco.
¿Una flor caída
volviendo a la rama?
Era una mariposa.
Si la mente no está recubierta de viento y de olas, siempre vivirá entre montes azules y árboles verdes. Si tu verdadera naturaleza tiene la fuerza creadora de la Naturaleza misma, dondequiera que vayas verás peces que saltan y gansos que vuelan.
Nan-in, un maestro japonés de la era Meiji, recibió la visita de una persona que se tenía por docta, y que había ido a verle para interrogarle sobre el Zen. Nan-in sirvió el té. Llenó hasta el borde la taza de su huésped, y luego continuó vertiendo.
La persona que se consideraba docta vio cómo el té se salía de la taza, y tras unos instantes no pudo contenerse: "Pero, maestro, la taza está colmada. ¡Ya no entra más!".
"Al igual que esta taza -dijo Nan-in-, tú estás colmado de tus opiniones y conjeturas. ¿Cómo puedo explicarte el Zen, si antes no vacías tu taza?".
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