La acumulación de los cambios introducidos por la revolución científica y tecnológica es potencialmente contraria a nuestro sentido de quiénes somos y de cuál es nuestro objetivo en la vida. Puede que haya llegado el momento de fomentar un nuevo “medioambientalismo del espíritu”. Éste depende del equilibrio entre el respeto por el pasado y la confianza en el futuro, entre la fe en el individuo y el compromiso con la comunidad, entre nuestro amor por el mundo y nuestro miedo de perderlo.
Estamos aturdidos por una omnipresente cultura tecnológica que parece tener vida propia y que exige nuestra plena atención, que nos seduce continuamente y nos priva de la oportunidad de experimentar de manera directa el verdadero sentido de la existencia.
En el mundo actual, los vínculos entre la injusticia social y la degradación del medio ambiente pueden verse en todas partes: la ubicación de vertederos de residuos tóxicos en las zonas pobres, la devastación de los pueblos indígenas y la extinción de sus culturas cuando los bosques pluviales son destruidos, el desproporcionado nivel de plomo y la contaminación del aire en las ciudades y la corrupción de muchos funcionarios ante las ofertas de individuos cuyo único objetivo es beneficiarse de la insostenible explotación de recursos.
No estamos habituados a ver a Dios en el mundo, porque damos por sentado, debido a las reglas científicas y filosóficas que nos rigen, que el mundo físico se compone de materia inanimada que gira conforme a las leyes matemáticas y no tiene ninguna relación con la vida.
La imagen de Dios puede verse en cualquier rincón de la creación, incluso en nosotros, aunque solo sea vagamente. Reuniendo en nuestra mente toda la creación en su conjunto, percibimos nítidamente la imagen del Creador. Cómo se manifiesta Dios en el mundo se expresa mejor mediante la metáfora del holograma. Cada pequeña porción del holograma contiene una diminuta representación de la imagen tridimensional entera. Análogamente, la imagen del Creador, que a veces se muestra tan vagamente en los rincones de la creación, está sin embargo presente en su totalidad y lo está asimismo en nosotros. Si estamos hechos a imagen de Dios, acaso sea la miriada de ligeras hebras del tejido de la vida lo que constituye el patrón que refleja la imagen de Dios. Al experimentar con nuestros sentidos y con nuestra imaginación espiritual la naturaleza en toda su plenitud –la nuestra y la de la creación-, podemos vislumbrar, “resplandeciente como el sol”, la imagen infinita de Dios.
El equilibrio ecológico del planeta no depende tan solo de nuestra capacidad para restaurar el equilibrio entre nosotros como individuos y la civilización que aspiramos a crear y mantener, sino de que seamos capaces de restablecer el equilibrio interno entre lo que somos y lo que hacemos. Cada uno de nosotros debe asumir una mayor responsabilidad personal respecto al deterioro del medio ambiente general, debemos reflexionar con seriedad acerca de los hábitos de pensamiento y actuación que reflejan –y han generado– esta grave crisis. Es la manifestación externa de una crisis interna, espiritual.
El calentamiento planetario artificial del que somos responsables representa un peligro mucho mayor que unos cuantos grados de más en las temperaturas medias, ya que amenaza con destruir el equilibrio climático que conocemos desde los orígenes de la civilización humana.
Tal como estás organizada hoy en día, la moderna sociedad industrial entra violentamente en conflicto con el sistema ecológico del planeta. La ferocidad de su agresión contra la Tierra es sobrecogedora y las consecuencias se suceden a a tal velocidad que apenas somos capaces de reconocerlas.
Debemos emprender una acción audaz e inequívoca: tenemos que convertir la salvación del medio ambiente en el principio organizativo central de la civilización. Estamos metidos en una batalla épica para devolverle el equilibrio a nuestra Tierra, y la suerte de la batalla cambiará cuando la sensación de peligro inminente despierte en la mayoría de las personas interés suficiente para unirse en un esfuerzo supremo. Ha llegado la hora de ponerse de acuerdo en cuanto a cómo llevarlo a cabo. Es fundamental que nos neguemos a esperar las señales obvias de la catástrofe inminente, que empecemos inmediatamente a catalizar el consenso respecto de este nuevo principio organizativo.
Para la civilización en conjunto, la fe para restablecer el equilibrio, ahora ausente, de nuestra relación con la Tierra , es la fe en un futuro nuestro. Podemos creer en ese futuro y esforzarnos por alcanzarlo y conservarlo, o bien girar ciegamente, comportándonos como si un día no fuera a haber niños que hereden nuestro legado. La elección es nuestra: la Tierra está en juego.
Al Gore – La Tierra en juego. Ecología y conciencia humana
Mientras los intereses económicos existan, seguiremos arrasando con todo lo que vayamos encontrando. No parece que nos importe mucho el futuro de nuestros hijos, nietos o incluso tataranietos y lo que les estamos dejando como legado.
ResponderEliminarBonita herencia!
Un abrazo grande, Manu.
Sigo por aquí aunque apenas lo parezca ;-D
Muy pronto se agotó nuestra ilusión al comprobar lo inútiles que han sido las cumbres internacionales para poner remedio a la devastación, ya que tanto los países más poderosos como los que están en vías de desarrollo no quieren ni oír hablar del tema. Solo nos queda nuestra parcela individual de responsabilidad, a todas luces insuficiente. Como dice el texto, hasta que no veamos inminente una catástrofe, nadie querrá mover ficha, aunque quizá sea tarde, muy tarde.
ResponderEliminarUn abrazo!