Me gusta pronunciar la palabra en voz alta. Transparencia. Que llene el aire con su sonido mientras me llena el alma con su sentido. Transparencia. Dejar que lo que es, se vea. Dejar que lo que pienso, se sepa. Dejar que lo que siento, se sienta. Eso es sinceridad, es realidad y es verdad. Todo en uno. Y todo con la sencillez de dejar ser a las cosas lo que son, sin aires solemnes de grandes logros o heroicas virtudes. Ser limpiamente lo que soy. Sin disfraces, máscaras ni cumplidos. Parece tan sencillo, y sin embargo resulta tan difícil…
En la medida en que no soy transparente, soy opaco. Y ser opaco es no ser. Es insensibilidad, oscuridad y dureza. Cuando disimulo, cuando finjo, cuando me río sin querer reír y doy palmadas sin querer aplaudir, dejo de ser yo. Cuando repito lo que otros dijeron sin sentirlo yo, cuando digo que sí con la cabeza y que no con el corazón, cuando digo que estoy encantado cuando estoy fastidiado, cuando expreso pesar sin sentirlo y entusiasmo sin conocerlo, dejo de ser yo. No ser transparente es sencillamente no ser. Transparencia es visibilidad.
La transparencia más difícil es la transparencia conmigo mismo. Dejarme ver a mí mismo lo que yo mismo siento. El censor más dañino es el que llevo dentro y tacha mis sentimientos antes de que yo pueda sentirlos. Para cuando llegan a expresión consciente los sentires internos de la primera impresión, llegan cambiados, retocados, censurados. Y mientras no sea transparente conmigo mismo, ¿cómo voy a serlo con los demás?
¡Qué alegría me da el saber que no estoy a gusto y el atreverme a pensarlo y a decirlo! Es liberación bienvenida de la cautividad de la rutina. Y es progreso decidido porque ahora, cuando me pregunten y yo diga que sí, ese sí tendrá valor ya que al fin he aprendido a decir que no. Hace falta valor para dejarse ser uno miso, y más aún para dejarse ver ante los demás. La recompensa es la paz del alma. Solo la verdad da descanso. Transparencia para con los demás, es decir, para decirles a ellos lo que pienso de ellos.
La transparencia es un acto de fe. Cuando me escudo en la opacidad es porque temo que no me acepten como soy, y cuando me atrevo a dar la cara es porque confío en que les gustará a los demás. La confianza en mí mismo es la base de mi sociabilidad. Aceptarme a mí mismo es la condición para que me acepten otros. Todo rincón mío que trato de esconder es vergüenza, rechazo y temor. No tener nada que ocultar es el secreto para la paz en el alma y la facilidad en el trato. La medida de mi transparencia me da la medida de mi fraternidad.
Mi falta de transparencia me revela las oscuridades que temo descubran otros en mí porque yo mismo las temo y las evito. Por eso la transparencia resulta una guía bienvenida de autoconocimiento. Me interesa notar los ángulos que escapan de mi transparencia, y seguir los hilos invisibles que desde ellos llevan a la inseguridad, la mezquindad, la duplicidad que oscurecen los paisajes de mi alma. Cuando no quiero enseñar algo es porque me duele a mí mismo. Mi falta de transparencia me da la lista de mis flancos débiles. Mi opacidad me alerta de mi flaqueza. El esfuerzo por la transparencia es el esfuerzo por la conducta plena. Cuantos menos puntos oscuros queden en mí, más noble será mi vida.
La transparencia que más cuesta es la transparencia del hombre libre. Yo me siento libre por dentro, pero ¿hasta dónde puedo comunicar mi libertad a los demás sin que resulte o una presunción mía o una amenaza a los demás? No hay mayor amenaza para el grupo que un hombre o una mujer libre en su seno. Yo no me siento atado por las costumbres o sometido a las tradiciones. Observo, eso sí, las reglas del juego, ya que todo grupo de personas que viven juntas tiene derecho a cierta unidad, disciplina y convergencia, pero lo hago con ánimo de libre convivencia agradecida, no como obligación intrínseca de carga de conciencia.
La credibilidad viene de la transparencia. Cuando soy transparente, soy yo, y cuando soy yo, soy creíble. La transparencia es la mejor presentación, porque engendra credibilidad. Tendré razón o estaré equivocado, me dejaré llevar de la exageración o del prejuicio, seré justo o injusto, pero soy yo el que siento, el que pienso y el que hablo, y allá va mi pensar con la totalidad de mi ser. Si cuando no sé les digo que no sé, cuando les digo que sí que lo sé, me creerán también y sabrán que lo sé. Si quiero aparecer como un sabelotodo, acabaré por no saber nada, o al menos por que nadie se fíe de mí para nada. Me puedo equivocar, y cuando caigo en la cuenta lo digo, y eso mismo me hace ser más de fiar cuando digo que veo claramente lo que claramente veo.
El precio de la credibilidad es la vulnerabilidad. Para ser humano hay que ser vulnerable. Y lo soy, pero ahora me toca el saberlo, aceptarlo y reconocerlo, y el dar un paso más y constatar que no solo puedo ser herido, sino que lo soy de hecho, y me llegan y se me clavan todas las flechas y las lanzas con las que entran todas las debilidades del ser humano. También ese soy yo: mi yo vulnerable, vulnerado, desbocado. Que me vean tal como soy. Si me han visto cuando me enojo, me apreciarán más cuando sonrío, pues ahora saben que tengo genio pero sé controlarlo. Si me ven siempre buenecito y manso no van a caer en la cuenta del fuego que llevo dentro y de la doma de instintos que he llevado a cabo en la vida. Sin sombras ni contrastes no hay retrato que valga. Que vean las sombras para valorar las luces. El que vean mis facetas oscuras me da credibilidad cuando ven las claras. Eso no se paga con nada.
Carlos G. Vallés – Las Siete Palabras