La base de toda enseñanza verdaderamente iniciática
es que toda realización es de orden esencialmente interior, aún cuando sea
susceptible de tener repercusiones en el exterior; el hombre no puede encontrar
sus principios y medios más que en sí mismo, y puede hacerlo porque lleva en sí
la correspondencia de todo cuanto existe: el hombre es un símbolo de la Existencia universal. Y
si consigue penetrar hasta el centro de su propio ser, alcanza por ello el
conocimiento total, con todo cuanto implica por añadidura: aquel que conoce a
su Sí, conoce a su Señor, y entonces conoce todas las cosas en la suprema
unidad del Principio mismo, fuera del cual nada hay que pueda tener el menor
grado de realidad.
Es concebible que los elementos que constituyen el
cuerpo puedan ser “transmitidos” y “sutilizados”, de modo que puedan
transferirse a una modalidad extracorporal, donde el ser podrá desde entonces
existir en condiciones menos estrechamente limitadas en relación con el dominio
corporal, especialmente bajo el aspecto de la duración. En tal caso, el ser
desaparecerá en un determinado momento sin dejar tras él ninguna huella de su
cuerpo; podrá, por otra parte, reaparecer temporalmente en el mundo corporal,
en razón de las interferencias entre éste y las demás modalidades del estado
humano.
Ello no sería en suma más que una demora más o menos
prolongada sobre la vía que debe normalmente conducir a la restauración del “estado
primordial”. El ser que lo ha alcanzado está virtualmente “liberado” y “transformado”;
por supuesto, su “transformación” no puede ser efectiva, ya que todavía no ha
salido del estado humano, del cual solamente ha realizado integralmente la
perfección; pero las posibilidades adquiridas desde ese momento reflejan y “prefiguran”
en cierto modo a las del ser verdaderamente transformado. El ser establecido en
este punto ocupa una posición “central” con respecto a todas las condiciones
del estado humano, de manera que, sin haber pasado más allá, las domina en
lugar de estar dominado por ellas, como en el caso del hombre ordinario.
De ahí que podrá entonces, si quiere, transportarse
a un momento cualquiera del tiempo, así como a un lugar cualquiera del espacio,
como una consecuencia inmediata de la reintegración en el centro del estado
humano; es el reflejo, es el dominio humano de la propia eternidad principial. Esta
posibilidad puede no manifestarse al exterior en modo alguno, pero el ser que
la adquiere la posee entonces de una manera permanente e inmutable, y nada podría
hacérsela perder; le basta con retirarse del mundo exterior y entrar en sí
mismo para encontrar en el centro de su propio ser la verdadera “fuente de la
inmortalidad”.
El hombre
no puede encontrar los principios sino en sí mismo, y puede porque lleva en él
la correspondencia de todo lo que existe, pues “el hombre es el símbolo de la
existencia universal”, si alcanza a penetrar hasta el centro de su propio ser,
en el cual está comprendida “eminentemente” toda realidad.
El cuerpo tiene su principio inmediato en el alma,
pero no procede del espíritu sino indirectamente y por intermedio del alma. Solamente
cuando se considera al ser viendo en el espíritu ese aspecto “esencial” y en el
cuerpo el aspecto “substancial” puede encontrarse una simetría entre los
aspectos primero y último del ser ternario (espíritu=alma=cuerpo). Entonces, el
alma es intermedia entre el espíritu y el cuerpo, pero en modo alguno puede ser
considerada como producto o resultado de
aquellas. El espíritu es yang y el alma yin, y por ello suelen
simbolizarse respectivamente por el Sol y la
Luna. El espíritu es la luz emanada directamente
del Principio, mientras que el alma no presenta sino una reflexión de esa luz. El
“mundo intermedio” o esfera anímica es propiamente el medio en el que se
elaboran las formas y constituye un papel “maternal”; y esta elaboración se
produce bajo la influencia del espíritu, que así tiene en ese aspecto un papel “paternal”.
La consideración del ternario de espíritu, alma y
cuerpo nos conduce bastante naturalmente a la del ternario alquímico, Azufre, Mercurio
y Sal. Se puede decir que el Azufre, cuyo carácter activo hace que se le
asimile a un principio ígneo, es esencialmente un principio de actividad
interior, que se considera se irradia a partir del centro mismo del ser. En el
hombre tal fuerza interna suele identificarse por el poder de la voluntad, a
condición de entender la voluntad de manera análoga a la “Voluntad divina” o,
según la terminología oriental, la “Voluntad del Cielo”. Esta identificación
está plenamente justificada en el “Hombre verdadero”, que se sitúa en el centro
de todo, y cuya voluntad está necesariamente unida a la “Voluntad del Cielo”.
En cuanto al Mercurio, se considera que reacciona
desde el exterior, de suerte que desempeña el papel de fuerza centrípeta que se
opone a la fuerza centrífuga del Azufre, y en cierta manera la limita. El Mercurio
no se sitúa en la esfera corporal, sino en la esfera sutil o anímica. De la
acción interior del Azufre y exterior del Mercurio resulta una especie de
cristalización que determina una zona neutra en la que se encuentran y
estabilizan las influencias opuestas de uno y otro; el producto de esa cristalización
es la Sal , que
constituye para el ser como una envoltura por la que a la vez está en contacto
con el ambiente y a la vez aislado. La
Sal se convierte así en intermediaria entre ellas; es como su
resultante y se sitúa en el propio límite de los dos ámbitos “interior” y “exterior”.
Simbólicamente,
el Azufre (Purusha-Yang-Activo-Seco-Sol-Padre) es comparable con el rayo
luminoso (Agni, Sol espiritual, fuego central de la Creación ), y el Mercurio
(Prakriti-Yin-Pasivo-Húmedo-Luna-Madre) con su plano de reflexión. Así tenemos
que la Sal (Materia)
es el producto del primero con el segundo.
En el orden microcósmico, la “puerta solar”, que es
el “ojo” de la bóveda cósmica, corresponde al séptimo chakra, es decir, al
punto de contacto del individuo con el “séptimo rayo del sol espiritual”, punto
cuya localización se encuentra en la coronilla, y que se corresponde también
con la abertura superior del athanor hermético.
La serpiente
enroscada en torno al “Huevo del Mundo” es la kundalini enroscada en torno del “núcleo
de inmortalidad”; a esta posición inferior de luz se alude en la fórmula hermética:
“Visita las partes inferiores de la tierra, y rectificando, encontrarás la piedra
oculta”. La rectificación es aquí el enderezamiento que señala, después del “descenso”,
el comienzo del movimiento, “verdadera medicina” pócima de la inmortalidad.
Un enderezamiento deberá en efecto operarse, y no
será posible sino cuando el punto más bajo haya sido alcanzado (espíritu-núcleo
de inmortalidad-piedra oculta-kundalini). Todo ello se relaciona propiamente
con el secreto de la “inversión de los polos”. Esta alteración deberá por lo
demás ser preparada, incluso visiblemente, antes del fin del ciclo actual (Kali-yuga),
pero no podrá serlo sino por aquel que, uniendo en sí las potencias del Cielo y
de la Tierra ,
las de oriente y Occidente, manifestará al exterior, a la vez en el dominio del
conocimiento y en el de la acción, el doble poder sacerdotal y real conservado
a través de las edades, en la integridad de su principio único, por los
depositarios de la Tradición
primordial.
Sería además
inútil el querer saber ahora cuándo y cómo se producirá tal manifestación, y
sin duda será muy diferente de todo lo que se podría imaginar a este respecto;
los “misterios del polo” están con seguridad bien guardados, y nada podrá darse
a conocer al exterior antes de que el tiempo fijado sea cumplido.
René Guenon - Hermetismo
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