Vivimos en una cultura
enteramente hipnotizada por la ilusión del tiempo, en que lo que llamamos
presente se siente como una infinitesimal parte entre un todopoderoso pasado
causal y un absorbentemente importante futuro. No tenemos presente. Nuestra
conciencia está casi por completo preocupada con la memoria y la expectación.
No nos damos cuenta que nunca hubo, hay ni habrá ninguna otra experiencia que
la presente. Por lo tanto, estamos fuera de contacto con la realidad.
Confundimos el mundo tal como algo de lo que hablamos, describimos y medimos,
con el mundo que en realidad es.
En el desarrollo de la
autoconciencia y la habilidad para reflexionar sobre el propio conocimiento
reside la gran dificultad de la humanidad; es una bendición y una maldición a
la vez. Uno puede ver cómo una persona, al
estar demasiado consciente de sí misma, puede ser un obstáculo a su propia
existencia.
Todo es una cuestión de
dónde se traza la línea al definir quién y qué somos. ¿Qué se traza justo en
eso de lo que somos conscientes de nosotros mismos, de lo que la propia
consciencia puede discernir? Eso es lo que normalmente llamamos nuestro ego. La
cuestión es ¿cuánto de nosotros mismos podemos percibir y quién lo percibe? Ese
aspecto nuestro es no nacido, en el sentido de que nadie puede nunca
aprehenderlo, ni definirlo, ni darle un nombre, y nadie puede configurarlo.
Pero ése es el aspecto verdaderamente
importante de cada uno de nosotros; casi nada está a la vista, solo un poco de
atención consciente con la que inspeccionamos al mundo. Así pues, lo que no
sabemos de nosotros mismos, que nunca podemos controlar en la manera en que
pensamos que controlamos las cosas voluntariamente, es la parte central y más
grande de nosotros.
La idea es que el alma no
es algo que esté en el cuerpo, sino que más bien el cuerpo es algo en el alma.
El alma no es un espectro personal, es toda la red de relaciones que se
entretejen entre todo lo que es. El “aquí y ahora” es como un nudo en un
sistema de cuerdas que conforman una red de pesca, siendo el alma la red
entera. Cada uno posee el mismo alma, pero la experimentamos desde puntos de
vista, lugares y tiempos diferentes.
Este alma que compartimos es la totalidad de
todo el proceso en marcha. Cada individuo en particular es una función de la
energía como “todo”. No existe un ego separado que se integre en el proceso. La
sensación de ser un ego es este
proceso, y eso significa que el ego no es realmente un ego. Es un montaje, es
una máscara con la que se manifiesta.
En la psicología del taoísmo no existe diferencia entre “tú” como observador y cualquier cosa observada. Lo único que somos es la observación de la vida desde un cierto punto de vista. Creamos una oposición entre el pensador y el pensamiento, entre el que experimenta y la experiencia, el conocedor y lo conocido. No existe un conocedor frente a lo conocido. Sería más bien como decir que si hay algún conocedor es porque contiene lo conocido. Nuestra mente no está en nuestra cabeza, nuestra cabeza está en nuestra mente. Nuestra mente, entendida desde el punto de vista de visión, es espacio. Cuando se entiende esto, puede verse que el sentido de ser “yo” es exactamente la misma sensación que ser uno con el cosmos. No necesitamos acudir a ninguna otra extraña, diferente o misteriosa experiencia para sentirnos en total unión con todo. Una vez se comprende se ve que el sentido de unidad es inseparable del sentido de diferencia. El secreto es que lo que es “otro” finalmente acaba siendo también nosotros. Y cuando sabemos eso, sabemos que nunca morimos.
En el fondo y
fundamentalmente, somos lo no nacido. Nunca tuvimos un principio y nunca
tendremos un final. No empezamos a ser y nunca dejaremos de ser. Lo que
llamamos movimientos individuales son pulsiones en el orden general; van y
vienen. Nacen y mueren, y están en marcha siempre. Pero el todo, más allá de
estos ciclos de nacimiento y muerte, siempre está ahí, y eso es lo no nacido. Ya
somos esa cosa funcionando: la energía cósmica danzando.
Alan Watts – La vida como juego
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